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Otra provocación de los taurinos a la afición valenciana

«¡Lladres!» Y almohadillas, y botes de cerveza, y mendrugos (como en Pamplona), y cuanto había a mano. De todo cayó al ruedo una vez y otra en un toro y en otro. El público valenciano, menudo es, no se deja tomar el pelo y ha reaccionado con la virulencia y con la indignación que debía haber previsto esa especie de provocadores que prepararon para la feria la intolerable corrida de «juarimari».Y en el supuesto de que no la hubieran previsto, aún peor, pues todos son veteranos en su oficio: los espadas del cartel, sus apoderados o exclusivistas, la empresa. Si a estas alturas no saben distinguir cuándo una afición está ya hasta el gorro del fraude y de la burla es que son cerrados de mollera o es que ni siquiera se han preocupado de averiguarlo.

Plaza de Valencia

Tres toros de Juan Mari Pérez, sin trapío, borregos; uno (primero) de José de la Cova y dos sobreros de la misma ganadería en sustitución del cuarto y sexto, desechados por indecorosos; aquél, impresentable e inválido; éste, correcto de lámina y noble. Palomo Linares: dos pinchazos y media (silencio). Tres pinchazos, estocada corta y caída. La presidencia le perdonó un aviso (fuerte división y saludos). Dámaso González: pinchazo y otro hondo caído (dos orejas). Espadazo enhebrado, dos pinchazos y descabello con el estoque (pitos). Niño de la Capea: pinchazo y estocada baja, trasera y atravesada (ovación). Cuatro pinchazos y estocada (palmas).

Quizá esté aquí la clave de la cuestión: en la propia sociedad que tiene en arriendo el coso, al que ha menospreciado, y, más aún, a la afición que lo alienta y le dio historia; salvo para montar el negocio apuntando a los máximos beneficios y después si te he visto no me acuerdo.

Los magníficos aficionados del palco 55 ya preveían lo que iba a pasar y se curaron en salud divulgando un documento en el que denunciaban cuáles son las corridas desencajonadas que no reúnen las condiciones mínimas imprescindibles para una plaza de primera categoría, como es la de Valencia, y señalaban las corruptelas que más frecuentemente se producen en el entramado del espectáculo. Era un llamamiento constructivo, tan riguroso como correcto, a los taurinos y a la autoridad, cuando tenían tiempo de recapacitar y corregir errores; es decir, antes de que comenzara la feria.

La voz de la afición, sin embargo, fue desoída una vez más, y por los chiqueros salió ayer una colección de borregos, los primeros, gordos; los otros, flacos, que desataron el escándalo. Nadie osará insinuar, por otra parte, que el público valenciano no es santo, pues llenó la plaza, creó un ambiente de fiesta grande, con todas las amabilidades para los toreros, dispuesto a perdonarles cualquier fallo, y volcado con Dámaso González, verdadero ídolo del coso de la calle de Játiva, al que aplaudía a rabiar nada más le veía asomar la nariz por el burladero.

Pero la provocación, la tomadura de pelo por parte de un grupito de taurinos hacia quienes consideran tontos porque son bondadosos (hay por el mundo gente de determinada calaña que actúa así, dentro o fuera del disparatado entorno de la fiesta), rebasó con mucho los márgenes de la prudencia del decoro, y las raspas inválidas fueron rechazadas de plano, con la contundencia de las broncas monumentales, las frases hirientes dirigidas al palco y a la empresa, y el lanzamiento de objetos al ruedo.

Está claro que Dámaso González pegó muchos pases, dos circulares ligados (uno por detrás, otro por delante) al segundo de la tarde, lo cual suscitó clamores hasta el delirio; esta claro, también, que Palomo toreó muy reposado a su segundo, un sobrero tipo anchoa, más chico aún que el devuelto por falta de trapío, y le dio ciento y pico muletazos, en varios de los cuales el animalito se caía porque era una piltrafilla agonizante, y ya en en el primer ayudado se pegó una costalada y le tuvieron que levantar tirándole del rabo; está claro asimismo, que Palomo aburrió en su primero y que Dámaso González no pudo con el quinto pues lo protestaron tanto que se quedó sin picar; y está claro, finalmente, que el Niño de la Capea aguantó algunos parones del tercer borrego y sacó cuatro o o cinco pases limpios del último que era el más toro de la corrida.

Pero lo que no está claro es que quien debe velar por los intereses del público permite que se monte una pantomima como la de ayer con borregas de la misma traza que permitieron el invento de salto de la rana y todo el inframundo de la zafiedad y la granujería que llevaba detrás. Por tipo por fuerza, por pitones y por balidos eran las mismas.

Claro que la empresa (NPTMSA y sus muchachos) ya era la misma entonces y la ganadería («juanmari», etcétera) existía también. Lo que pasa es que ni unos ni otros se han enterado de que vivimos nuevos tiempos. Y van listos.

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