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El Tribunal Constitucional, ese preocupante suprapoder

Decano del Colegio de Abogados de Madrid, Senador real

Es explicable que un texto constitucional engendrado en el «consenso» haya buscado soslayar definiciones demasiado concretas cuando se ha encontrado con temas proclives al enfrentamiento. Y personalidades de máxima relevancia política no oponen reparos al calificativo de «ambigua» para la redacción del proyecto. Por otra parte, la práctica ausencia de debates parlamentarios ha hecho innecesario esclarecer en público las oscuridades conscientemente adoptadas.

En definitiva, los grandes partidos aceptan la indeterminación del texto no sólo porque les permite llegar más fácilmente a unas reglas de juego común, sino -por qué no decirlo?- porque todos creen que puede favorecerles en el futuro si el azar electoral soplase hacia su campo. En efecto, disfrutar del Poder con una. Constitución permisiva de muy diversas y aun contrapuestas interpretaciones es una hipótesis atractiva y tentadora. Tan tentadora que puede arrastrarles a forzar la mano en la interpretación más acorde con su programa e intereses de partido.

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Si ese supuesto llega a realidad, y creo que hay muchos motivos para esperarlo o para temerlo, el partido o los partidos minoritarios alegarán la inconstitucionalidad de actos y leyes del partido gobernante y ya de entrada surgirán peligros para nuestra vida pública. Porque la batalla de la constitucionalidad o inconstitucionalidad habrá de librarse sobre el edificio de la Constitución, obligándonos a remover en sus cimientos, cuando lo cierto es que, por lo menos en bastantes años, no conviene poner en cuestión ni siquiera una línea del edificio.

Y ahora sigamos. El proyecto actual ha previsto que habrá problemas de esta clase, creando el Tribunal Constitucional para resolverlos. Los redactores de la Constitución de 1931 iniciaron análogo camino con lo que allí se llamó Tribunal de Garantías Constitucionales.

Resulta muy entretenida la lectura del diario de sesiones del Congreso cuando se discutió el asunto en la II República. Tachaban unos al Tribunal de extranjerizante y lo defendían otros con torrentes de citas de la doctrina austriaca, que hacía furor en España por aquellos tiempos.

En el anteproyecto de la Comisión Jurídica Asesora ni el Congreso ni los demás poderes del Estado intervenían en la elección de los miembros del Tribunal, seguramente buscando apartarlos de las Filiaciones partidistas. Venían unos por aplicación de criterios automáticos como, por ejemplo, el presidente de Sala más antiguo y el más moderno del Tribunal Supremo. Otros, por elección de las Universidades y de los Colegios de Abogados. El único resquicio para la política pura se dejaba a un representante para cada región autónoma que se constituyese.

Cuando el anteproyecto llegó al Congreso esos criterios fueron drásticamente modificados. El legislativo se reservó designar al presidente, se suprimió la presencia judicial y se enviaron, en cambio, algunos diputados. Se duplicaron los representantes de las regiones y se dejaron solamente los elegidos por los Colegios de Abogados y las Universidades. De aquel Tribunal, idealmente proyectado fura de lo partidista, pasamos a un organismo donde éste lucía ya con todo esplendor.

Los preceptos constitucionales relativos al Tribunal fueron desarrollados por una ley Orgánica cuyo defecto más llamativo, por cierto, es que fue un texto... claramente inconstitucional.

¿Resultados del experimento? La historia no relata ciertamente sus hechos gloriosos ni recoge juicios laudatorios. Un antecesor mío en el Decanato de Madrid, don Angel Ossorio y Gallardo, habló de los miembros del Tribunal como de «unos señores salidos de los casinos políticos para ser jueces de jueces, de gobernantes y de legisladores». Alcalá Zamora, mucho después, afirma que «predominaban en su seno las medianías y las calamidades», y pedía, a la vista de lo ocurrido, «ocho o diez cuidadosamente seleccionados entre hombres cuya designación no dependa de los vaivenes de la política».

¿Qué había ocurrido para que una nave botada al mar político con tanta Ilusión encallase en tan pocos años en una playa de generealizados reproches? Pues, sencillamente, que los componentes del Tribunal se olvidaron de su papel de árbitros y saltaron, como un contendiente más, al campo de Y los verdaderos jugadores, los directivos políticos se encontraron, de pronto, con unos personales que, sin categoría de líderes, se consideraban, y eran en efecto. muy importantes, porque disfrutaban del poder de interpretar la Constitución.

El experimento relatado está ahí y ya ha transcurrido bastante tiempo para que podamos verlo con perspectiva histórica y extraerle conclusiones desapasionadas.

La cuestión se presenta ahora con caracteres mucho más preocupantes que en 1931. Cuando el diputado Peces-Barba advirtió hace poco que, en un tema constitucional extraordinariamente polémico que se estaba discutiendo en el Congreso, quien en definitiva tendría la última palabra sería el Tribunal Constitucional, se produjo un revuelo a mi modo de ver totalmente injustificado, porque lo que el sagaz parlamentario afirmaba era la rigurosa verdad. Lo que ocurre es que quizá nuestra clase política no se ha dado todavía exacta cuenta del fabuloso poder que va a entregarse al Tribunal Constitucional, permitiéndole la libre interpretación de una Constitución fundamentalmente ambigua y autorizándole, en definitiva, a rellenar tantos espacios vacíos, lo cual significa tanto como convertirle en órgano constituyente y permitirle que, sin debates públicos y sin apelación posible, unos señores decidan lo que los parlamentarios debían haber decidido al discutir y aprobar la Constitución y lo que el pueblo español tenía derecho a saber en el momento de votar el referéndum. Estamos creando -y conviene que seamos conscientes de ello- un suprapoder que primará de hecho sobre los demás poderes del Estado.

La solución del texto actual consiste en que de los doce miembros del Tribunal dos sean elegidos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial, dos a propuesta del Gobierno y ocho de las Cámaras. O dicho de otra manera: se ha ido mucho más lejos que el anteproyecto del 31 y la Constitución del mismo año y para arbitrar conflictos entre políticos se adjudica casi íntegramente a los políticos el derecho a nombrar esos árbitros. Esta es la realidad y conviene que la llamemos por su nombre.

Que esa realidad se haya enmascarado con algunas honorables apariencias no cambia nada de su sustancia. Porque son puras apariencias, como aspiro ahora demostrar.

Se exige que los candidatos sean magistrados, fiscales, funcionarios públicos con conocimientos jurídicos, profesores o abogados con más de quince años de ejercicio y «reconocida competencia».

Hay en este país bastantes millares de profesionales que pertenecen a los colectivos citados y que tienen más de quince años de ejercicio. El partido o partidos dominantes en la Cámara, afines además al Gobierno, no tropezarán con limitación alguna para llevar al Tribunal Constitucional a fieles y adictos partidarios. Queda el requisito de la «reconocida competencia», pero eso no es una barrera, sino una goma conceptual de ilimitada elasticidad.

Se me dirá quizá: exigimos que los elija el voto favorable del 60 por 100 de las Cámaras. No me sirve la garantía, porque el partido o partidos entonces gobernantes obtendrán la mayoría por sí mismos o podrán obtenerla con alguna concesión política marginal a otros grupos parlamentarios.

Es cierto que los miembros del Tribunal se eligen por nueve años, aunque se renuevan por terceras partes cada tres, lo que hace pensar que algunos de ellos tendrán la oportunidad de presenciar el desfile funerario de algunos Gobiernos y de diversas legislaturas. ¿Pero se ha pensado en el supuesto de que, siendo el Tribunal de un determinado color partidista en su origen, se encuentre después con el color opuesto en el nuevo Gobierno y en las nuevas cámaras? ¿No surgirá entonces la tentación para el partido en la oposl ción de utilizar su influencia sobre el Tribunal para lanzarlo como arrolladora fuerza de choque y hacerles la vida imposible al Gobierno y a las propias Cámaras? ¿O será necesario que recuerde los ejemplos extranjeros de casos muy semejantes al que planteo y que han llegado a bloquear la vida política?

Y, por último, el freno de las incompatibilidades. Les imponemos, pueden responderme, tantas incompatibilidades como a un miembro de la carrera judicial. En efecto, así es; pero entre un miembro de ese Tribunal y un juez hay una diferencia esencial de origen. El juez no ha accedido a su carrera por el favor de un partido o de un grupo de partidos, sino por una limpia vía de méritos profesionales. Ningún partido puede, por tanto, pasarle factura de oratitud política. Este artículo mío no va escrito contra nadie en particular ni quisiera que quedase en pura crítica negativa. Aspiro a transmitir mi preocupación porque se ha elegido un camino que reputo erróneo y en el que creo que estamos entrando sin que muchos se hayan parado a pensar hasta dónde puede conducirnos. Y es mi deber apuntar otras vías menos peligrosas.

Ya que la Constitución es ambigua, ya que nuestro Tribunal Constitucional deberá asumir por este motivo funciones excepcionales no asumidas hasta ahora por ningún Tribunal Constitucional, hagámosle auténticamente independiente de los partidos. Y para ello es necesario objetivar, purificar del partidismo, las fuentes de designación de sus miembros. Hagámosle las togas de sus magistrados de amianto y no de materiales políticos combustibles. Resígnense los partidos a no intervenir en los nombramientos. Busquen criterios de automatismo como los buscaron los redactores del anteproyecto de 1931. Dese más intervención al Consejo del Poder Judicial. Llamen a la Universidad y al Foro, como lo hizo la Constitución del 31, para que les envíen candidatos.

Y si entonces el Tribunal yerra, sus errores no pueden ser achacados, por lo menos, a la influencia partidista.

Es posible que el lector piense que simplemente por ser abogado, y aun dirigente de la abogacía, estoy defendiendo en interés suyo la elección de algunos candidatos por nuestros Colegios. Y respondo: ningún partido puede aspirar al monopolio de la voluntad de los ochenta y dos Colegios de Abogados del país. No lo conseguiría en España ni lo consigue en los Colegios de la Europa Occidental. Y ello por una razón elemental: somos demasiado heterogéneos en lo político y demasiado numerosos para que esa hegemonía pudiera imponerse. A la hora de votar el abogado busca independencia, prestigio e integridad. Precisamente las cualidades que deberían definir nuestro Tribunal Constitucional.

Y para tranquilidad de suspicaces: cuanto antecede no constituye postulación personal de cargo futuro. Fuera del ámbito profesional me he limitado hasta ahora a ir solamente a cumplir mis deberes donde me han llamado.

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