La Magdalena
Península de la palabra, lengua de tierra en el mar de Santander, lengua de tierra y tierra de la Lengua, este Palacio de La Magdalena, borbónico y cantábrico, al que vuelvo después de unos años, al que tantos años he vuelto, tiene hoy para mí la emoción del tiempo (cómo no decir del tiempo perdido), desde aquel verano del 68 en que Paco Ynduraín, que me nació literariamente, me traía ya como escritor a estudiar por los extranjeros, y me mostraba mis primeros cuentos, tan leves, encuadernados como texto de castellano.Los rusos invadían Checoslovaquia y nosotros, tan ingenuos, discutíamos con las estudiantes yanquis, todas de heno y maíz híbrido:
-¿Y Corea, qué, y Vietnam, qué, y Santo Domingo, qué?
Pero la plata fina de Santander, la luz de inteligencia que tiene su ciclo, nos iba ya haciendo comprender, en esta mínima península de la Inteligencia, tangencial a la península de la dictadura, que no hay los tanques de los buenos y los tanques de los malos. Que hay los tanques de matar o los tanques de leche para los vallejianos niños del mundo. Nada más. Hoy, con las ideas mucho más claras -quizá sólo más pálidas-, estoy de nuevo aquí en La Magdalena, con el mar a cinco metros de la máquina de escribir, como,un buque azul que espera anclado para llevarse mi crónica, y recuerdo los veranos de entonces, aquel verano sobre todo, aquel Santander, este Marienbad proustiano por el que se paseaban las cabezas desmesuradas, apostólicas y blancas de Gaya Nuño o Vela-Zanetti, la cabeza de Cela, ya con patillas de comodoro (aunque comete el error de no peinárselas para atrás) y la cabeza crespa, extremeña y oscura de Eusebio García-Luengo.
El señor natural de La Magdalena, Francisco Ynduraín, en su ínsula sin Sanchos zoquetes, ha prestado quizá mayor atención que nadie a la nueva literatura española, y no sé si eso se lo ha agradecido alguien ni siquiera sé si esas cosas son para agradecerlas.
Pero a todos nos hizo hombres tratándonos como escritores cuando sólo éramos párvulos de la literatura. Por otras costas de esta dulce, arbolada y culta península, andaba la conspiración ya consabida, y recuerdo a Pérez-Embid, de aroma y pastoral, con sus muchachos silentes y de lentes. (Silentes y de lentes: sólo este trabalenguas los explica.) A Ynduraín lo derrocaron de La Magdalena.
Demasiado exquisitos para el guiso universitarío de la Casa, solían comer, los embidados invitados, en remotos restaurantes de joyel, craquela,dos de mar y cristaleras, y quizá en aquella punta de bahía, en aquel finisterre, soñaban, entre cigalas derrotadas y licores sacros, una España ya balagueriana.
Han pasado diez años desde que pisé este mar por vez primera. Entonces creía uno en las estudiantes americanas, en los tanques rusos, en la litelatura comparada y en lo incomparable de la literatura. Aquí Camón Aznar, o Percebal, ese Dalí sordo y almeriense, aquí Paulino Posada, explicando al auditorio la ética y la tstética del cartelismo soviético. Lo menos que se podía ser era soviético, frente al franquismo que pasmaba. Incluso en libros míos he metido las hortensias moradas y las americanas rubias de La Magdalena.
Hoy, querido Ynduraín, maestro, académico de esta academia de agua, aprovecho tu máquina y tu ausencia de un momento, para hacer recuento de mis más concienzudos diez años de escritor, con veranos literarios, literales y litográficos en La Magdalena, y para soñar que la península grande será alguna vezcomo esta tu pequeña península: una landade tierra, una ¡anda de agua, una cultivada ¡anda de cultura, donde Manuel Alvar explica el atlas lingüistico de la Montaña y Emílio Alarcos explica español/castellano a los becarios. Ya no somos peninsulares a la dictadura, pero los tanques rugen no sé dónde. Aquí, a pesar de todo, querido tocayo (colombroño, me enseñaste a decir), fuimos un poco libres por tu voz. Hoy, más que libre, yo me siento perjido, consumado, con mis cuatro palabras, que se me caen al agua, como flores de entonces, o que el agua me trae, como entonces.
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