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Dionisio Ridruejo y la salida del franquismo

La muerte siempre es injustamente absurda. Con la de Dionisio Ridruejo es todo un pueblo el que paga su tributo al absurdo. Pocos españoles se habían ganado tan a pulso el derecho a vivir en una España libre. A ningún otro echamos más en falta, a la hora de organizar nuestra convivencia civil en libertad. En estos tres años cruciales que Dionisio nos falta, muchos de sus amigos, a menudo, nos hemos preguntado cuál hubiera sido su actitud en esta o en aquella ocasión, cómo hubiera enjuiciado los acontecimientos y de qué modo sus juicios hubieran tal vez influido sobre el acontecer político. En este tercer aniversario, y a la altura de la experiencia vivida, creo revelador de la visión política de Ridruejo un estupendo artículo que, con el título Perspectivas del futuro político, publicó en Dokumente y Cuadernos en junio y julio, respectivamente, de 1958. Vale la pena que le pongamos algunas acotaciones desde nuestra experiencia vivida.Sobre los valores intelectuales y morales de Dionisio Ridruejo existe acuerdo entre todos los que tuvieron el privilegio de conocerle. Ahí está, además, su obra poética, con un puesto seguro en la historia de la literatura española. En cambio, sobre su capacidad política es mayor la discrepancia. En la España exiliada llevó siempre a cuestas el estigma de su origen franquista. En los medios académicos se le criticó no ser, lo que Dionisio nunca quiso ser, un teórico de la política. En los círculos conspiratorios sorprendía tanto su buena fe, a veces rondando la ingenuidad, como el hecho de su no profesionalidad: a pesar de las muchas horas de su vida que dedicó a la política, a pesar de los esfuerzos y sacrificios que le costó, Dionisio no fue nunca un profesional de la política. Ni científico político ni profesional de la política -de ahí la desazón que Ridruejo político produce-, sino, como él mismo se define, nada más, ni nada menos, que un «ciudadano solidario», un hombre para el que vivir su libertad individual y creadora supone participar solidariamente en la configuración de la comunidad política a la que pertenece.

«¿Existe hoy en España -se pregunta Ridruejo en 1958- algo parecido a un régimen político constituido y consistente más allá de la dictadura personal y del fortuito consorcio de intereses que le presta su apoyo? Me parece que la negatividad de la respuesta se impone.» Si el régimen con todo su artificio institucional no es más que una dictadura personal, a la que, coyunturalmente, apoya un «consorcio de intereses», sólo cabe, bien que el dictador logre mantener su poder personal, con lo que las cosas no cambiarán sustancialmente, o que lo pierda, y, en este caso, el régimen se desmoronaría como castillo de naipes. Lo que de ningún modo puede acontecer es que evolucione hacia la democracia. Ridruejo se convenció muy pronto de la imposibilidad de cambiar el régimen desde dentro -no se puede convencer a un dictador que deje de serlo, sólo cabe derribarle-, rompiendo con el sistema clara y tajantemente.

Intentar organizar la lucha contra la dictadura suponía, primero, eliminar todas las falsas esperanzas de que cabía democratizar el régimen desde su interior: qué buenos servicios han prestado a la dictadura los que colaboraron con ella con el pretexto de cambiarla desde dentro. Segundo, ofrecer una salida que resultase aceptable al «consorcio de intereses». No en vano, un factor primordial que operó siempre a favor de Franco fue el miedo a que el fin de la dictadura pudiera desembocar en un período revolucionario. La falsa alternativa «Franco o comunismo» trabajó constantemente a favor de la dictadura. Durante veinte años, sin que los que tenían que oír, quisieran oírle, Ridruejo se empeñó en mostrar lo que entonces no parecía tan evidente: primero, que el régimen, en cuanto dictadura personal, no era sustancialmente modificable; segundo, que una vez desaparecido el dictador, por muerte o por derrocamiento, una transición pacífica hacia la democracia, no solamente era factible, sino incluso muy probable.

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Ridruejo elimina como altamente inverosímil el derrocamiento insurreccional del franquismo. Todas las demás hipótesis -presencia activa de una oposición que lleve a desprenderse del régimen a sus soportes sociales e institucionales (Iglesia y Ejército); retirada espontánea de estos apoyos, presionando para un cambio de régimen; muerte del dictador- no dejan más que una salida posible: la restauración de la Monarquía. La hipótesis básica sobre la que Ridruejo monta todo su análisis reza: no hay otra salida posible al franquismo que la restauración de la dinastía borbónica, en la persona de don Juan o de su hijo.

Las razones son de diversa índole, pero todas convergentes: la restauración monárquica viene impuesta por el resultado mismo de la guerra civil. La astucia de Franco ha consistido en lograr aplazar la necesaria e irremediable restauración, aunque la tuvo que reconocer oficialmente desde la ley de Sucesión, de 1949. Para las fuerzas sociales dominantes, la Monarquía es la garantía de que, en la transición al nuevo régimen, conservarán sus posiciones clásicas. «¿Será necesario decir por qué las Fuerzas Armadas, la Iglesia, los grandes intereses económicos y, por extensión, una gran parte de la burguesía española, así como la gran masa de los comprometidos ocasionales con la dictadura, consideran a la Monarquía como el mínimo grado de continuidad exigible, cuando no la causa directa y propia? Póngase al revés todos los argumentos de reserva que la izquierda popular pueda tener frente a la Monarquía, y encontraremos todos los que la España comprometida tiene a su favor.»

La Monarquía viene impuesta por la guerra civil, pero representa a la vez la única posibilidad de romper con su dialéctica aniquiladora. Aquí yace la razón última por lo que terminará por ser aceptada. Ridruejo es explícito en este punto crucial: «La Monarquía es el único instrumento capaz de imponer la democratización política, porque sólo a ella -en cuanto significa un freno o garantía- le será permitido hacerlo sin sangre.» Además, «sólo ella puede cumplir el latente deseo militar de vuelta a los cuarteles en seguridad; sólo ella tranquiliza a la Iglesia y da alguna confianza al dinero; sólo ella disipa el temor de la multitud implicada por actos de participación en la guerra y la dictadura».

Así, se da la paradoja de que un pueblo que en los últimos 110 años ha expulsado dos veces a la, Monarquía, no le queda otro remedio que agarrarse a ella como a un clavo ardiendo. «La opinión española no es actualmente monárquica, pero tampoco es otra cosa de un modo definitivo. Para quien tenga oído atento, esa opinión aparece como en expectativa y se carga de estas tres notas condicionales:

1. La apetencia de paz y convivencia, y negativamente el miedo a reincidir en el clima áspero y contendiente de la ya lejana víspera.

2. La exigencia de resultados prácticos, de soluciones concretas para los asfixiantes problemas cotidianos de la vida nacional, muchos de ellos seculares.

3. El ansia de liberación del clima de violencia y confinamiento, y la apertura nivelatoria hacia el mundo exterior.»

Veinte años más tarde, esta descripción del ánimo general no ha perdido un ápice de validez.

Que la Monarquía constituye la única salida pacífica del franquismo parece a Ridruejo absolutamente indubitable. Esencial es diseñar el modelo posible de actuación de la Corona y de las diversas fuerzas sociales y políticas al comienzo del nuevo régimen. «Los casos más extremos estarían representados por la disgregación de los políticos y la entrega de muchos o de algunos de ellos a un maximalismo de urgencia en nombre de una opinión espoleada contra las fuerzas permisionarias y contra la Corona misma; o bien por el endurecimiento de las fuerzas mediatizadoras o por el enclaustramiento de la Corona en el círculo de sus partidarios más extremistas, autoritarios y herméticos. Cualquiera de estos hechos provocaría o exacerbaría el contrario. El resultado sería, para empezar, una dictadura coronada, violenta, absolutista. Luego, un dramático forcejeo de desenlace imprevisible.»

Toda la argumentación de Ridruejo está encaminada a mostrar las consecuencias desestabilizadoras de cualquier maximalismo de derechas o de izquierdas, señalando dos requisitos imprescindibles para que la Monarquía se consolide: su decisión de legitimarse, dando paso a la democracia, y la existencia de una clase política responsable, capaz de pactar una «tregua» en el período de transición. Ambos requisitos son interdependientes: cuanto más decididamente apoye la Corona el proceso de democratización, más tolerante será la izquierda con la Monarquía. La salida pacífica del franquismo depende, en último término, de que la Corona reconozca que «sólo la liberación democrática de la nación puede legitimar su cometido histórico». Para Ridruejo, aquí está la clave de la etapa inmediatamente postfranquista. Cualquier análisis de las posibilidades que tiene la Monarquía de enraizar lleva a la conclusión de que su interés objetivo consiste en convertirse en instrumento de democratización.

Ridruejo desmonta los dos argumentos básicos con los que se cubren los colaboradores vergonzantes de la dictadura: cabe que el régimen evolucione desde dentro y la salida de la dictadura sería tan traumática que conviene aplazar lo que se pueda tan peligroso desenlace. El análisis de Ridruejo podía sonar convincente -la historia vendría un día a confirmarlo plenamente-, pero nadie se da por aludido en los grupos sociales que pueden cuestionar al régimen. En este brillante análisis sobre la salida del franquismo subyace un error grave: el supuesto de que así las cosas, la dictadura tendría vida corta. «Es indudable para mí que la Monarquía tiene probabilidades grandes de ser un hecho a no muy largo plazo.» Ridruejo escribía estas palabras en 1958. Pasaron diecisiete años hasta la muerte del dictador, para que pudiera hacerse realidad un proceso que parecía irremediable. Dar cuenta de este «incomprensible» retraso, iluminaría no pocos aspectos esenciales del viejo y del nuevo régimen.

No tengo noticia de que los ensayos y artículos políticos de Ridruejo hayan sido recogidos en un libro, ni tampoco de que exista un estudio serio sobre su pensamiento y labor como hombre político. Estos comentarios en el tercer aniversario de su muerte, no pretenden más que recordar su urgencia.

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