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Tribuna
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La rabiosa sinceridad

Las dos finales del Mundial, la grande y la chica, han tenido la característica y la virtud de ofrecer un fútbol rabiosamente sincero. Sus siete goles en conjunto, que unidos a los 95 anteriores dejan este Mundial en un total de 102, superan la marca goleadora del anterior. En rigor, la de los anteriores hasta 1958, pero hay que precisar que desde 1974 los mundiales constan de seis encuentros más y, por tanto, sólo puede establecerse la comparación entre bases iguales. Mas tantos en Argentina que en Alemania, simplemente, resultado debido a naufragios como los del Argentina-Perú, el Alemania- México, o el Holanda-Austria.La rabiosa sinceridad de las finales está en el hecho de que en ellas se jugó un fútbol decisivo y de Copa, en el que cada resultado está exento encerrado en sí mismo, sin relación con ningún otro partido. Y esto se notó en el Brasil-Italia y se notó más aún en la final grande, que dio a Argentina el título de campeón. Fue la f mal de las dos caras o de los dos resultados, el de los noventa minutos del tiempo reglamentario y el que dio aumentada por la prórroga.

Expliquémonos. Si el desvío del balón que realizó Rensenbrink pasado el minuto 39 no hubiese tropezado en la base del poste derecho de la meta de Fillol y hubiese seguido su destino, Holanda hubiese ganado la final sin apelación, porque no quedaba tiempo ni para sacar de centro. Al no ser así y llegar a la prórroga, la final fue para Argentina, sin apelación también, como lo demuestra el tanteo holgado de ventaja con que terminó, tras los goles de Kempes -con colaboración holandesa- y de Bertoni, el- «español» del Valencia y el que lo va a ser ya del Sevilla. De ocurrir el primer resultado la consecuencia hubiese sido de que la mayor resistencía fisica de los holandeses se había impuesto en el segundo tiempo y se había materialízado en el empate y en la victoria final. Pero ala rgado el encuentro media hora más, había sucedido lo mismo, pero todo lo contrario. Eran los argentinos quienes habían ganado por su reservas fisicas, que dieron paso a un fútbol más rápido y más resolutivo. La rabiosa sinceridad de la final se manifestó en que nada quedó oculto en ella, ni ninguna reserva dejó de volcarse hasta el fin.

Imaginemos que un combate de boxeo tiene un fallo justo a los puntos después de diez asaltos. Pero imaginemos a continuación que el combate se prolongase cinco más y que el vencedor, a los puntos o por fuera de combate, fuese el otro púgil. ¿No parecería que había descubierto más la realidad de la cuestión? Pues esto se debe a que la final grande y la final chica se jugaron según las reglas del fútbol de Copa, que en los mundiales últimos, sólo rigen para ellas y se escamotean en semifinales y cuartos de final. Ha habido un cambio sutil que se manifiesta en la denominación de lo que antes se llamó Copa del Mundo, y ahora Campeonato Mundial, o como abreviamos, el Mundial, lo que demuestra que la filosofla -con perdón- del fútbol de Copa se ha minimizado hasta el límite cuando se trata de determinar una supremacía y una jerarquía mundial del fútbol en un momento determinado.

En cuanto el fútbol se somete a otra férula, no deja de notarse sobre todo cuando en los encuentos finales, porque no hay otro remedio, se libera y pierde reservas, tercerías y disimulos con todo el cortejo de sombras que arrojan sobre el fútbol. El ansia de que los partidos proliferen en busca de taquillas, la «aurea cupiditas» del fútbol, tiene la culpa y no sólo ha infestado los mundiales, sino que se ha extendido a la Copa de Europa de las Naciones.

Así, para ver el fútbol rabiosamente sincero, habrá que esperar a las finales, como las dos de Buenos Aires. ¿Tuvo buenjuego la finalísima del domingo? No, sino juego perfectamente serio, porque toda la verdad del fútbol que llevaba dentro se volcó sobre el césped, con prueba y contra prueba.

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