Triunfo multitudinario de Bejart y su ballet
Cinco mil personas aclamaron a Maurice Bejart y su Ballet del Siglo XX, en el Palacio de los Deportes, de Madrid, después de las interpretaciones de El pájaro de fuego, Petrouchka y La consagración de la primavera. Si pocas veces puede emplearse con justicia el término de genial aplicado a un artista, no cabe duda que en el caso de Bejart, tal concepto deja de tener significación adjetiva para convertirse en definición.Desde la aparición de Serge Diaghilew y sus ballets russes, el más importante creador que Europa ha dado en el mundo de la danza es Maurice Bejart. Creador inagotable que, a través de los años, no cesa en su invención, ni agota su capacidad de sorpresa. Bejart es la danza. No pura, sino en su posibilidad de síntesis de otras muchas manifestaciones: la música, el teatro, la mímica, la luz, la geometría y la expresión. Posee, además, la extraña condición de poner en orden lo revolucionario de manera que, una vez que las concepciones han quedado planteadas, su realización se nos presenta con tal dominio de naturalidad que no parece sino que las cosas hubieran sido así siempre.
Toma la partitura de la suite del Pájaro de fuego, se olvida de la anécdota originaria, pero no de la esencia de unos pentagramas que, por sí mismos, tienen unas determinadas exigencias. «El poeta, como el revolucionario, es un pájaro de fuego», escribe Bejart. Yo diría que ese poeta revolucionario es, en principio, el mismo Bejart al darnos nuevas formas de expresión para danzar pentagramas dominados por lo radical (Rusia) y lo innovador: la violencia rítmica. El pájaro de fuego vuela así sobre nosotros encendido en mil colores, autónomo en su ser y su danzar.
Pero la poética de Rejart alcanza otros matices en la transfiguración de Petrouchka. Aquí, Bejart, se ha planteado algo así como un argumento reflejo del original sobre la base de utilizar los elementos permanentes que la historia y sus personajes poseen, adherida al mito de la marioneta determinante de gran parte de la música stravinskyana. Si la primera parte supone una prodigiosa realización de otra forma, a partir de esos valores permanentes, el segundo cuadro, con su laberinto de espejos, nos interna en una magia conectada estrecha mente con el pensamiento y las estructuras de Stravinsky, pero profundamente creadora como visión original del coreógrafo.
En fin, sobre La consagración de la primavera, en las dos versiones que creo ha realizado Bejart he escrito en otras ocasiones. Me sigue pareciendo uno de los puntos más altos de la creación balletística contemporánea. Bejart nos habla de la «fuerza primitiva de la Naturaleza que, en cierto momento, estalla besando el mundo, sea en el escalón vegetal, animal o humano». Parece literatura, pero es, en realidad toda una síntesis de la idea que preside la coreografía. El mensaje de La consagración, nació en un momento dado (como la Novena Sinfonía o la Tetralogía) pero su fuerza perdurable la lleva mucho más lejos de su tiempo y su circunstancia. Por eso Bejart se ha alejado del posible «artificio pintoresco», que en su día jugó en esta cumbre de la música del siglo XX y nos habla del amor, de la vida y de la muerte con tal fuerza expresiva, con tan candente humanismo, desde la radicalidad de gestos, pasos y organizaciones masivas de inusitado poder telúrico, hasta hacer de la danza algo as¡ -con permiso de Beethoven- como «una revelación más alta que la música». Le sacre, de Bejart constituye una experiencia estremecedora. Digo experiencia y no espectáculo para no rebajar el talante de la obra de Bejart.
Si al genio se une la perfección, lo genial se multiplica. Y en el ballet de Bejart todo es perfecto: la calidad de los bailarines, la del conjunto, el dominio del siempre renovado repertorio de pasos y actitudes, el estudio detallado del gesto, la manipulación de la intensidad luminotécnica, la sobriedad del vestuario. Todo, en una palabra.
Citar los nombres de Daniel Lommel y Angele Albrecht (La consagración), de Jorge Donn, Rita Poelvoorde, Bertrand Pie y Jacques Leclercq (Petrouchka), Yavan Marko y Patrice Touron (El pájaro de fuego), viene a ser un símbolo, ya que, de una parte, representan la cabeza de un mundo de perfecciones y de otra, cada uno de ellos merecería una larga crónica. Uno de los grandes méritos del Ballet del Siglo XX reside en su espíritu colectivo y en la condición virtuosística de sus componentes, por más que «estrellas» de la magnitud de Marko, Donn y Lommel deban figurar entre las grandes individualidades de la danza actual.
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