Impresionantes, mansos, duros, peligrosos cobaledas
La emoción del toro poderoso, que pelea con dureza en el primer tercio y derriba una y otra vez, hace mucho que no sucedía en nuestras plazas. En sólo tres días, sin embargo, se ha repetido en Las Ventas, merced a los terroríficos cobaledas, que vinieron, tanto en la corrida de, la Prensa como el domingo, con trapío verdadero, hasta apabullante, y esa fortaleza que debe caracterizar siempre al toro de lidia.El que abrió plaza el domingo era de una potencia tremenda. Después de permanecer un rato haciendo la estatua, despertó, derribó con gran aparato a los dos picadores, desmontó otra vez, derrotó sobre la grupa del caballo hasta estrellarlo contra las tablas... ¡Y aún siguió la pelea!
Plaza de Las Ventas
Toros de Luciano Cobaleda, c e gran presencia, muy bier armados, mansos y peligrosos; tercero y sexto condenados a banderillas negras; el primero derribó dos veces y desmontó otra hiriendo al caballo, también hirió al caballo el segundo. Sánchez Bejarano: estocada y rueda de peones (silencio). Estocada corta (silencio). El Punco: dos pinchazos y bajonazo: que asoma por un costado (división de opiniones cuando saluda por su cuenta) Dos pinchazos, descabello, estocada trasera y tres descabellos más (silencio y saluda por su cuenta). El Regio: pinchazo hondo muy bajo, otro pinchazo y estocada caída y tendida (palmas y saludos). Pinchazo, estocada corta baja, otros tres pinchazos, nueva estocadacorta baja y estocada caída (silencio).Un toro de El Campillo para el reioneador Luis Valdenebro (vuelta con protestas). Presidió, en general con acierto, el comisario Pajares. El Pimpi, contratista de caballos de la plaza, volvió a intervenir irregularmente en la lidia y llegó a encararse con el público que le abroncó. Los subalternos Pineda y Cenjor a causa de sendas caídas sufrieron lesiones de pronóstico reservado.
No era un toro bravo, ni mucho menos, sino muy manso, de esos que, hecha la fechoría, escapan a correr. Sin embargo, puso al público en pie y ocasionó una verdadera conmoción en los tendidos. Con toro bravo o con toro manso, la fiesta es así, espectacular en su dureza, rica en incidentes, única por su emoción. Y puede ser cruel, porque de la espontaneidad de una res criada para responder con plenitud en una lucha a muerte se deduce el peligro, que quizá se traduzca en lances desagradables; en consecuencias desmedidas para lo que está planteado como diversión.
En cambio, la fiesta no puede ser jamás suavona y amable, si no es con pérdida de su propia naturaleza. Así le ha ido, durante anos, con tantas dulzuras y tantas complacencias: que llegó a convertirse en un lujoso aburrimiento. Por dar facilidades y gusto a una torería mediocre que justificaba sus incapacidades en artes y elegancias insuficientemente demostradas (hasta hubo uno que hizo mito de la zafiedad), se produjo la general pérdida de calidad y técnica; una crisis ganadera; alarmante merma de afición en todas las poblaciones y a todos los niveles.
La corrida del domingo, que ni nos gustó ni podría gustarle a nadie, es, no obstante, la que debe ser cuando los toros resultan mansús y con problemas. Tenían los cobaledas casi todos siete gatos en 1 a barriga; peligro sobre mansedumbre, porque las acciones defensivas se endurecían con el genio y la fortaleza. Eran toros de sentido que no admitían la exquisitez del lance soñado, pero sí toda la técnica que existe en la tauromaquia de recurso.
Lamentablemente, las malas condiciones de los toros empeoraron raron por la impericia de los toreros. Los matadores delegaba n la brega en los peones y éstos, por lo común, en el Santo Angel de a Guarda. Los pánicos eran indisimulados en banderillas, y quienes deben dominar la suerle -pues de su oficio se trata- no sabían, o la olvidaron, y ponían los palos uno a uno (o ninguno a ninguno), salvo honrosísimas excepciones. Cabe destacar, entre ellas, a Antonio Pollán, cuando, el quinto de la tarde, que nad. e quería ni ver, cuadró en la cara y colocó un par en todo lo alto.
El único toro relativamente manejable para la muleta fue el segundo, y El Puno, muy animoso y sereno, le sacó dos tandas de derechazos y una de naturales. La faena tuvo emoción, pues la embestida del cobaleda no era uniforme, y junto a arrancadas nobles tenía otras inciertas, o se quedaba corto; pero en todas supo salir airoso el diestro, que nunca perdió la cara del animal. Al quinto, simplemente lo aliñó para entrar a matar, pues no era posible otra cosa. Lo mismo hizo Sánchez Bejarano con sus toros, y El Regio con los suyos, que fueron condenados a banderillas negras.
Por cierto que al saltar a la arena el sexto, un pavo de cuajo y cabeza impresionantes, El Regio le quería quitar el pan al doctor Barraquer, y dándoselas de experto en oftalmología, hacía señas de que el toro no veía. ¡Y sí veía! Lo que ocurría era que, manso perdido, no quería embestir, ni al capote ni al caballo. Decretadas de nuevo las banderillas negras, El Regio se encontró con el panorama de que el toro le iba a llegar entero a la muleta (como le había ocurrido con el anterior), y se negó en redondo a aceptar tal destino; de manera que salió de su inhibición, ordenó al picador que permaneciera en el ruedo y, personalmente, capotazo a capotazo, consiguió llevar al cobaleda hasta el caballo y que le pegaran el puyazo.
Es decir, que había posibilidad de lidia, en ese toro como en todos; lo que hacía falta era entereza para aplicarla. Y eso es cuanto se exigía a los toreros del domingo; decisión, compostura y oficio, para no desembocar en lo que, ciertamente, fue el desarrollo de la corrida: una mala capea.
Empezó la fiesta con un manejable toro de El Campillo, al que rejoneó con más entusiasmo que brillantez Luis Valdenebro. Y terminó al límite de la hora nona, que es la de cenar.
Babelia
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