Las cartas
Con lo que no contaba yo, cuando empecé a escribir, era con las cartas. La gente escribe cartas al escritor, cientos, miles de cartas, de modo que un tapiz caligráfico, una tela de araña plateada, una alfombra persa hecha entre todos los que nunca hemos estado en Persia, se va tejiendo entre el escritor y sus lectores.Las cartas. Hace años yo era tan verdadero o tan desocupado -viene a ser lo mismo- que las contestaba todas. Las buenas y las malas. Ahora que casi todas son buenas, no tengo tiempo de contestar ninguna. Unas me las trae el motorista, otras me las trae el cartero, otras se quedan en el periódico, porque han ido mal o bien dirigidas al director. En todo caso, hay un mar caligráfico, una marea grafológica que avanza, crece, cerca, vive.
El escritor podría hacerse ya una colcha de flecos con todas las mil escrituras trenzadas de las mil cartas anuales, el escritor podría empapelar su casa por dentro y por fuera, para vivir al fin en la casita de papel que nos prometía el saxo hortera de los felices cuarenta. El escritor podría ir de Ocaña travestí, por la vida, arrastrando una larga y pisada y agradecida y brillante cola de cartas. La gente escribe mucho y casi todo el mundo escribe a mano.
Es más difícil de leer -ah la maravillosa variedad de las letras superior a la variedad de los insectos y de los gérmenes-, pero yo lo prefiero, porque sé que las cartas a mano, al escritor conocido o desconocido, mojan su tinta en el corazón recargable del tintero interior del hombre.
La carta oblicua y grave de la gran dama, como una invitación a tomar el té, en el siglo pasado, la carta cuartelera o carcelaria, que trae una amistad llena de faltas de ortografía-, la carta del académico fácil y seguida, como escrita en un momento al plano de las palabras, para hacer dedos antes de afeitarse. La carta estudiantil, colegial, colectiva, escrita con un pico de lengua en un pico de la boca, porque los niños escriben como los apóstoles, viéndoseles las lenguas de fuego.
La variedad desconcertante de las cartas, de las culturas, de los niveles, de las personas, es como un farallón humano que avanza hacia mí, poderoso, cada día. Diría que es un mar de cartas, pero prefiero decir que cada carta es un mar, y hay pintores naifs -Boliche, por ejemplo- que dan el oleaje en sus cuadros escribiendo cartas sobre un fondo azul. El mar es una escri tura, y no voy a insistir en ello po poéticamente fácil, pero cada una de estas cartas, remota o inmediata. de lector o lectora, trae un mar completo en sí misma, por lo marino de toda caligrafía y porque me llega como carta de náufrago en botella navegante. La comunicación verdadera, en la apoteosis de la incomunicación que vivimos, es siempre una señal'de náufrago, una botella que nos enviamos, un papel a la deriva.
Empieza uno diciendo: «No puedo contestar todas las cartas.» Y acaba no contestando ninguna. ¿Y coger un secretario, una secretaria? Vamos, cheli, tú te has creído que eres Raphael. Eso sería burocratizar la amistad, la admiración, la simpatía, la comunicación. Eso sería burocratizar el mar.
Sofemasa hace una encuesta para este periódico, sobre el año de democracia, y yo me hago mis sofemasas cotidianas y particulares, mediante las cartas que recibo y -descartando catálogos, cócteles, exposiciones, entradas, estrenos, multas, prospectos y boletines de suscripción al rosario en familia o vagas tómbolas de la vivienda-, lo que me dan mis cartas (es mi manera de echar y echarme las cartas) es más libertad que democracia, en el país, más izquierda que derecha, más progresismo que Inmovilismo, más amor que odio.
Pero tampoco quiero instrumentalizar las cartas de los lectores, hacer con ellas fácil democracia o demagogia, porque, aunque traigan mucho de todo eso., son-ante todo y en el fondo -y casi siempre en la forma- cartas de amor. Vive uno envuelto y abrigado en la cordial madeja caligráfica de las cartas. Hasta sale, a veces, entre tantas y tantas cartas de entrañables desconocidos, una remota y familiar carta de mi tía.
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