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Toda la lidia, y la misma fiesta, en manos del contratista de caballos

«¡To-ro, plas, plas, plas; to-ro, plas, plas, plas!» Ya es un grito de guerra. Durante la feria de San Isidro, cada vez que aparecía en el ruedo una res pobre de presencia (que fueron pocas, es lo cierto), sobre todo de embestida mortecina, que no soportaba las varas reglamentarias, y no digamos si se caía,, desde los sectores más caracterizados de afición, partía el gran coro, apoyado por palmas rítmicas: «¡To-ro, plas, plas, plas!»Entre el taurinismo ha surgido la especie -y sus corifeos la divulgan con entusiasmo- de que el público exige el toro imposible; gigantescos animales de disparatadas cabezas, embistan o no embistan. Y que si lo exige es porque la crítica (o buena parte de ella) ha hecho una demencial campaña en este sentido, que ha llegado a desorientar a la afición.

Y no hay tal cosa, por supuesto. Que nos digan un solo crítico, de cualquier medio, no importa su tendencia, que una sola vez haya expuesto tal pretensión. Antes bien pide la crítica el toro proporcionado, en línea y dimensiones propios de su ganadería, sin exceso ni defecto de las carnes que convienen a su esqueleto, sano, íntegro de cabeza, fuerte, con casta. Y esto es, exactamente, lo que exigen los aficionados.

Pero hay una experiencia in- cuestionable, que también durante la feria de San Isidro ha podido comprobarse: el toro que habi tualmente salta a la arena no so porta o soporta difícilmente los tercios de la lidia, y sobre todo el primero, en el cual se agotan sus fuerzas. Y pues no lo soporta, el público pide y exige más toro, más fortaleza, lo cual parece lógico vaya pareja con su corpulencia.

Sin embargo, quizá lo que en realidad sucede en la plaza de Las Ventas es que hay una lucha soterrada entre la labor de selección y crianza de los ganaderos, y las medidas que marca la cuadra de caballos de picar. La empresa, en clara dejación de las funciones que le son obligadas por reglamento, ha delegado este aspecto del espectáculo, pese a ser crucial, en manos del contratista de caballos, El Pimpi, quien defiende su negocio a espaldas del necesario equilibrio que debe existir en el toreo.

Tampoco habría que condenarle por esto. De un contratista de caballos que pretende hacer rentable su contrata (y eso es lo único que le importa) no hay por qué exigir quinta esenciados y románticos propósitos de defender la fiesta. La exigencia ha de ir forzosamente a la empresa, de la cual el reglamento dice explícitamente que es la única responsable de la cuadra de caballos de picar, tenga o no colicertatada contrata; a los veterinarios, que son los encargados del reconocimiento facultativo de los caballos, y a la autoridad, en quien recae la difícil pero al tiempo indeclinable misión de que el reglamento se cumpla.

Hasta la saciedad (y hasta el tópico) se ha repetido que el primer tercio -suerte de varas- es el fundamental de la lidia (por tanto, de todo el espectáculo), y resulta que en Madrid, la primera plaza del mundo, este tercio está en manos de El Pimpi. Y pues El Pimpi utiliza unos caballos cuyo peso rebasa la media tonelada (los tiene próximos a los setecientos kilos), que con el peto y el picador se ponen en cerca de doscientos más, no hay toro (o es difícil encontrarlo) que pueda resistir, ni siquiera con remotas posibilidades de equilibrio, el castigo y la prueba de bravura. Y pues tales caballos carecen además de doma -trabajan con el cuello y la espalda, no con la boca; doblan mal o no doblan, se limitan a caminar adelante y atrás-, los buenos picadores no tienen forma de ejecutar la suerte como es debido.

Pero hay un factor aún más sutil y peligroso en todo este planteamiento: para suplir la falta de doma de los caballos y hacerlos de alguna manera manejables, el contratista los droga. Según nos informan, es poco antes de salir al ruedo cuando les inyecta un somnífero, que, al parecer, se expende en farmacias previa presentación de receta. Por qué procedimiento el contratista consigue los inyectables es algo que no hace ahora al caso, pero entendemos resulta por lo menos delicado que en una plaza de toros, en día de corrida y horas antes de la señalada para su comienzo, circulen por sus dependencias unos fármacos sin otro control que el que pueda ejercer, sobre los mismos, el contratista de caballos.

El tema de los petos ya ha sido puesto en cuestión y llegó al escándalo con el plante de lo picadores en la feria de San Isidro el día de la corrida de Pablo Romero, por la tajante postura de la autoridad, que prohibía la utiliza ción fraudulenta de los manguitos. En realidad, nada habría específicamente contra el uso de esto añadidos, si estuvieran reglamentados: protegen los bajos del caballo y éste es un buen fin, toda vez que nadie pretende que la suerte de varas tenga que suponer necesariamente lo contrario. Lo malo de su empleo es que -albarda sobre albarda- suman peso a un peto legal que ya es de por sí excesivo. Y que, además, está fabricado de tal forma -faldón demasiado largo y demasiado rígido- que se convierte en una auténtica muralla.

En las reuniones para la reforma del reglamento celebradas el pasado invierno, quedó constituida una subcomisión para el estudio a fondo del peto, y la opinión generalizada entre las representaciones de comisarios- presidentes, veterinarios, aficionados, ganaderos y críticos taurinos era la necesidad de conseguir un nuevo modelo que proteja al caballo, por supuesto, pero también que sea ligero de peso y flexible, de tal manera que quedaría el caballo a resguardo de cornadas, al tiempo que el picador tendría maniobrabilidad para realizar perfectamente la suerte y el toro posibilidades de ataque mientras recibe el castigo.

Suponía todo ello un replanteamiento, hacia la restauración, del primer tercio, pues obligaría a que intervinieran los toreros de a pie en los quites, podría medirse la bravura y fortaleza verdaderos de las reses, y éstas pasarían a los siguientes tercios con el castigo proporcionado a aquellas condiciones, y no derrotados en una pelea monstruosamente desigual, como ahora suele ocurrir. Ni que decir tiene que los picadores, los empresarios, los contratistas, e incluso los toreros de a pie, se mostraron contrarios a estas innovaciones.

La selección del toro de lidia se vino haciendo en las triunfalistas décadas anteriores hacia la comodidad -menos tamaño, menos pitones, menos casta-, pero en la presente, casi desde sus comienzos, la exigencia del público es el toro integral. No obstante, las dimensiones del toro de lidia son limitadas y su trapío ha de quedar en unas proporciones que quizá si se rebasaran sería con riesgo de su degeneración genética.

Mas, al tiempo, la lidia ha de efectuarse en unas condiciones que permitan al toro desarrollar su casta y pujanza, y no vemos en Madrid otro freno, para ello, que la cuadra de picar excesiva e inservible que utiliza la empresa arrendataria de la plaza. Es curioso que ése haya de ser uno de los mayores entorpecimientos a la tarea selectiva y de escrupulosa crianza que nos consta llevan a cabo buen a parte de los ganaderos. ¿Tanta fuerza tiene el contratista?

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