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Los victorinos pusieron la fiesta en la cumbre

Tenía que ocurrir: toros y toreros, la afición entregada, gran espectáculo y, además, ¡el delirio! A hombros, por la puerta grande, el ganadero -«¡Victorino, Victorino, Victorino!»- y el valiente Ruiz Miguel -«¡torero, torero, torero! »- La plaza era un clamor. Las gargantas, enronquecidas por las aclamaciones; emoción intensa. Cuando está a punto de bajar el telón de la feria, la fiesta ha vuelto a la cúmbre.Allí la han puesto los victorinos. La de ayer fue una corrida de las que hacen época. Seis ejemplares con trapío, algunos de los cuales eran recibidos con ovaciones en cuanto aparecían por los chiqueros. Seis toros de una vez, por su bella estampa, pero también por su casta a raudales, que se traducía en la embestida característica del auténtico toro de lidia; una embestida vivaz, sostenida, a cuanto se moviera por el ruedo; codiciosa con los engaños, a los que perseguía para atraparlos, hasta el final, hasta el remate de la suerte y más allá del remate si éste no se resolvía con técnicas depuradas y mando.

Plaza de Las Ventas

Decimoquinta corrida de feria. Toros de Victorino Martín, cuyo juego excelente supuso un triunfo de apoteosis al ganadero. Muy bien presentados, con casta, bravos y nobles; al segundo se le premió con vuelta al ruedo. Dámaso Gómez: media estocada delantera y descabello (división de opiniones y saludos). Pinchazo, estocada corta delantera y caída, rueda de peones, aviso con medio minuto de retraso y tres descabellos (más protestas que aplausos y sale a saludar). Miguel Márquez: bajonazo al encuentro y rueda de peones (escasa petición y vuelta con algunas protestas). Dos pinchazos bajos, media delantera y descabello (silencio). Ruiz Miguel: buena estocada y descabello (oreja). Gran estocada (oreja y clamorosa petición de otra). Fueron ovacionados en banderrillas Pepe Ortiz y Curro Alvarez. Victoriano Martín y Ruiz Miguel salieron a hombros por la puerta grande.Presidió, en general con acierto, el comisario Pajares. Hubo lleno de «no hay billetes».

Seis toros de una vez, asimismo, por su bravura, que los llevaba a acometer de largo a los caballos, a crecerse al castigo, hundida la cabeza en el peto, con fijeza total, salvo un par de ejemplares que llegaron a puntear levemente. Ninguno volvió la cara. Todos se iban arriba, y en banderillas, con la única excepción del cuarto, se arrancaban alegres, además con ritmo, para llegar a la reunión con fijeza absoluta y humillando perfectamente.

Seis toros de una vez, también por su nobleza, únicamente desmentida en el quinto, que probaba al tomar la muleta y aún antes de tomarla. Nobleza total para irse tras los engaños, al primer cite, y no abandonarlos jamás si, como decíamos, en el torero había técnica para marcar la salida y ligar con el siguiente pase.

Y aún habrían dado mejor juego de contar con más expertos lidiadores. Porque lidiar bien un toro y someterlo a la prueba de bravura no consiste únicamente en ponerlo de lejos al caballo, sino en fijarlo allí, a la distancia, con el capotazo preciso, y no llevárselo después detrás, como casi siempre hicieron los tres espadas. Y, luego, hay que ordenar a los picadores que hagan la suerte por derecho, en lugar de por torcido, como ayer casi todos, que tapaban innecesariamente la salida de las reses; las dejaban acorraladas y en estas circunstancias las pegaban a placer.

Hubo momentos en que pareció que los picadores iban a cargarse la corrida en varas, amparados por el peto antirreglamentario que sacaron los caballos. Pero si fue así, les salió mal la artimaña, porque prevaleció la clase excepcional de los victorinos, que casi se lidiaban solos. Y si les pegaron a mansalva fue lo mismo, porque se rehacían, y conservaban su alegría, para acudir engallados a cites desde muchos metros.

El segundo de la tarde, «Conducido», negro entrepelao, fue un toro completo, bravo a carta cabal, al que se premió con la vuelta al ruedo. También lo era el cuarto, no tan lucido por su apagado temperamento. Y el quinto, aunque perdió codicia en la muleta. Y el sexto, que entró cinco veces al caballo, cada vez más de largo, para aún mejorar en el último tercio.

Con estos toros ya se ha dicho que era preciso mucho mando, y valor, para incluso no fracasar. Dámaso Gómez y Miguel Márquez, pese a su voluntad, simplemente cumplieron. Y Ruiz Miguel, crecido, con hambre de triunfo como si aún fuera novillero, lo consiguió en toda regla, mediante dos faenas emotivas, especialmente la última, planteada de poder a poder frente a la casta y la bravura y el trapío apabullantes del victorino, al cual toreó con garbo y lo tumbó paras arriba de una gran estocada, la mejor de la feria.

«¡Torero, torero, torero!», «¡Victorino, Victorino, Victorino! ». A hombros y por la puerta grande se lleva ron al ganadero y al matador. La plaza abarrotada, abarrotada siguió hasta el final de la apoteosis. Nadie quería irse. Los victorinos, y un torero de los pies a la cabeza, habían puesto otra vez la fiesta en la cumbre.

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