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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La vida victoriosa

Pido excusas de antemano por apropiarme -no sin inmodestia- del encabezamiento que precede al artículo. Nada de cuanto prosigue, sino sólo el breve matiz del perdonable plagio que suscribo, guarda relación con la insigne novela que de aquel modo se titula. Pero, al cabo, a nadie puede reprochársele la pretensión de vivir -en el más puro sentido biológico-, ni tampoco la de realzar la vivencia a través de un síndrome que sea -o que parezca el protagonista, al menos- positivo, «victorioso», en suma. Y hay -cada cual podrá ser mejor testigo de su particular andadura- momentos en los que se tercia un hincapié público en el hecho perogrullesco de vivir, no siempre evidente, y en la victoria de conciliar la propia vida con uno mismo, empresa casi nunca fácil, ni palpable, ni concreta. Pero después de todo, y como dijo Graham Green, «cuando no se está seguro de algo es que se está vivo».Esta divagación -todo menos la intimidad es siempre divagación- me reconduce inevitablemente a los dos conceptos en cuestión: vida y victoria. En las paredes de Nanterre alguien escribió en el convulso mayo de 1968 que «la vida está más allá». Más allá, ¿de qué? Y ciertamente uno ha de acabar reconociendo -y no es paradoja ni sofisma- que más allá del personal albedrío. Por eso mismo no entraré ni por asomo en disquisición alguna, semántica ni epistemológica, sobre el misterio de la vida. Me ceñiré al calificativo que realza, en el título de estas líneas, la aventura de vivir hacia una cierta plenitud.

No puedo así, sino entrar en el terreno de las contradicciones. Lamentablemente, quienes no creemos ni en deidades mágicas ni en tinieblas abruptas, no tenemos otro norte ético que unos muy primarios -pero inconmoviblemente sólidos- conceptos del bien y del mal. Tales criterios son el baremo bajo cuyo prisma se pondera la honestidad o la deshonestidad, la generosidad o el latrocinio, el cinismo o la buena fe. Y, en fin, la victoria o la derrota.

Sería ingenuo pretender que el dogma propio, esa convicción íntima «de lo que es bueno y de lo que es malo» es bagaje suficiente para andar alegre y confiado por los vericuetos de una trayectoria vital, con sus cotidianas anécdotas inmersas en un contexto social que a veces es comparsa, otras veces agobio y que siempre -lamentablemente- abarca, inmisericorde e intruso, el camino propio. De ahí la contradicción, el dilema, no siempre soluble, entre el marco de los propios valores y el fariseísmo de un montaje gregario en derredor en el que uno debe insertarse para seguir siendo -so pena de graves perjuicios- engranaje sincrónico en la absurda maquinaria que ha forjado de antiguo la vieja inercia interesada que mueve el mundo y qué margina a quien no se aviene a filtrarse por los husos convencionales que tamizan -para clasificarlos con etiquetas rígidas- a los hombres. Camus detectó con agudeza la maniobra: «Donde hay desprecio hay fascismo», diagnosticó. Y hoy día, la dinámica principal de nuestra sociedad no es sino una dialéctica fantástica entre el crudo desprecio y la alabanza hipócrita, según la coyuntura.

Es ya un tópico, abundantemente utilizado además por los mediocres relatos con «moraleja», que la verdadera felicidad no se encuentra en las vanaglorias mundanas, sino en la concordancia entre cada cual y sus convicciones. Ni voy a manir más este tópico, ni creo que pueda llevarse a extremos radicales este lacrimógeno raciocinio, pero, lo cierto es que, si algo hay en él de verdad, es la presencia íntima, en cada individuo, de una pugna personal contra la coraza que, a cada cual también, le impone el contorno social en un arrebato de autodefensa colectiva que se entremezcla con un cierto instinto de un¡formismo para evitar -es lógicoque cualquier preeminencia aislada jerarquice -y, domine, por tanto- lo que, por egoísmo social, no ha de pasar de ser masa amorfa e indiscriminada, regida por quienes, desde luego, no tengan la nefasta pretensión de la genialidad, ni mucho menos de la originalidad.

La vida se convierte en victoria en cuanto uno subsume el rubor de asumirla. Aun a costa de destrozar esquemas, de derruir futuros tentadores aunque fatuos, de sepultar muy hondo ambiciones concordantes con espúreas ortodoxias vigentes, de acabar refugiándose en la soledad de las certezas sin ambición, en las amarguras inevitables del destierro social. Resulta así hermoso -la estética, perdóneseme el inciso, es quizá el único consuelo de la honestidad «antisocial»- parangonar la verdad propia con un matiz evanescente de tragedia personal. Ya Napoleón detectó -y así se lo dijo a Goethe en una histórica conversación- que el hombre moderno había perdido el sentido de lo trágico. Era, sin duda, el inicial síntoma del comienzo de una nueva sociedad mercantilista en la que lo trágico no podía ser producto comercializable de consumo. Pero la vida, aisladamente, de hombre en hombre, halla, casi siempre en la tragedia, su propia confirmación, su más eminente definición, la ratificación de una existencia superior a la meramente animal.

Es, con todo, trabajoso andar de corazón, con los pies en alto y el torso al frente. El mundo está he cho -nos lo han hecho entre todos- cuajado de asfalto para arrastrar los pies o los neumáticos, y si alguno, en un vuelo, usa cualquier forma de sinceridad, cual quier crítica cierta pero inoportuna, cualquier gesto que subvierta el sagrado orden artificial de las cosas, aún sin malicia, sin saña, tan sólo rastreando ese irónico derecho a ser libre, aparecen en seguida los histriones a sueldo o los verdugos de oficio a cobrarse el canon de esta relativa victoria propia, que es un atentado flagrante contra la mediocridad, la abulia o la pasividad de cuantos hozan en el estricto sometimiento a las normas que fraguaron para su conveniencia, para preservar en provecho propio una convivencia yerta y rígida, para dejar estática la afectada compostura que les privilegia, aún a costa de sobrellevar una mentira incesante.

Es trabajoso, digo, tergiversar para uno mismo los significados falsos que otros les han dado a los conceptos a su aire. Porque el triunfo -la vida victoriosa- es, por lo habitual, el medro, la excedencia, el poder, la fluidez económica. «El dinero no da la felicidad, pero la compra», dice un tendencioso proverbio chino. Nadie identifica esta victoria de que hablo con la coherencia de uno mismo consigo mismo, con la paz interna- con algún trágico desentendimiento provocado a conciencia, con las inevitables soledades edificantes, con los concretos riesgos que da el llevar la verdad por delante, con la crudeza de algunos silencios costosos, con determinadas rupturas dolorosas, pero necesarias, con algún estrepitoso descargo de conciencia, con renuncias onerosas, con triunfos íntimos, en suma.

A veces uno siente muy adentro que, aquí y ahora, hay poco por hacer y nadie por convencer. Que de nada vale clamar en el desierto verdades como puños, ni sonrojar a algún impotente intelectual que reprime su cobardía dando alaridos bajo conciencias ajenas, ni molestarse siquiera en coger la pluma para dar pábulo a una posible comunicación con el prójimo. De cualquier modo, anima a seguir bregando -aunque seguramente para nada- la evidencia de alguna esperanza ajena como la que puso de manifiesto cierta mano anónima que escribió también en Nanterre, en el 68: «¡ Seamos realistas!: pidamos lo imposible», y que engarza con aquellas palabras de un Ben Gurión cansado, avejentado, pero lúcido: «Quien no cree en las utopías no es realista. » Y es que cada una de las utopías que le fallan a uno es, al cabo, una victoria personal.

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