El pesimismo invade los medios universitarios catalanes
Analizada ya, en los dos artículos precedentes de esta serie, la situación actual de las tres universidades catalanas, puede afirmarse que las diferentes actitudes valorativas observadas en los medios universitarios oscilan en función de los diversos grados de pesimismo. De optimistas no hay. Como tampoco hay aspirantes al cargo de rector, para lo cual, según reconoció uno de los propios rectores «hay que tener más valor que para ser torero ».El respeto a la realidad obliga a afirmar de entrada que, de haber soluciones, estas serían traumáticas. Para hallarlas, será preciso establecer previamente un nuevo análisis de la situación universitaria, partiendo de cero. Es decir, olvidando los esquemas que en su día establecieron los equipos rectorales y cuyo fracaso aparece como innegable.
Nadie duda de la rectitud moral y de las convicciones profundamente democráticas -sea dicho más claramente: de izquierdas- de los dos actuales rectores y del dimisionario de la politécnica. Lo que ha fracasado es un tipo de análisis, muy frecuente en Cataluña, con infinidad de ejemplos históricos, que tiende a despreciar la capacidad de reacción de las estructuras del Estado español, cuando desde la periferia se reclama una mínima autonomía, un mínimo autogobierno.
Los rectores catalanes creyeron que la muerte de Franco era el fin de una política contraria a la autonomía en general y a la autonomía universitaria en particular. En consecuencia, se pusieron en marcha por su cuenta y riesgo, confiados en que, al servir a una causa eminentemente popular en Cataluña, contarían con el apoyo del pueblo y de aquellos a quienes éste eligió el pasado 15 de junio. Pero ahora se han quedado casi solos y con la comunidad universitaria radical y profundamente desconcertada. Las ilusiones han muerto, cuando, además, de haberse hecho realidad, no habrían solucionado todos los problemas planteados.
A la pregunta de ¿qué hacer? nadie responde de forma clara y articulada. Nadie, en efecto, puede ya creerse que el Ministerio de Educación y Ciencia llegue a estar dispuesto, a corto plazo, a ceder sus prerrogativas. Nadie puede confiar en que los partidos catalanes vayan a romper lanzas importantes por un tema en el que cualquiera puede salir chamuscado. Nadie puede esperar, en este terreno concreto, que de la Generalidad nazcan ideas de interés, por cuanto que precisamente es el departamento de Enseñanza y Cultura el que parece desconocer en mayor medida los problemas de su teórica y, en todo caso, futura competencia.
Queda la propia comunidad universitaria. Al respecto destaca una clara paradoja: el que hayan sido los profesores adjuntos los peor tratados por el ahora frustrado intento de reforma concebido por los rectorados. En el proyecto quedan intocados los actuales catedráticos, cuyas obligaciones docentes merecerían, en casos, ser sometidas a análisis público. Pero los grandes beneficiados en los proyectos de estatuto pendientes de última decisión claustral son los profesores ayudantes.
En el caso de estos últimos se trata, normalmente, de licenciados con la carrera recién terminada y sin tesis doctoral presentada. En su seno están bien presentes opciones concretas de la izquierda más extrema y más extraparlamentaria. Los móviles de este sector procederían con preferencia de planteamientos sociales genéricos y no del análisis concreto de la situación universitaria aquí y ahora. Primaria en sus alternativas lo que para sus convicciones es considerado deseable sobre lo que, de acuerdo con la realidad, es posible.
Los órganos marginados han sido los profesores adjuntos cuando es precisamente dentro de este estamento donde se encuentran quienes, por vocación y trayectoria personal, demuestran dos condiciones imprescindibles auténtica vocación y dedicación universitaria y voluntad de estudio. Son quienes han probado, sometiéndose durante años a unos sueldos de miseria, que para ellos la Universidad es un fin, antes que un medio. Hoy unos están congelados, es decir, han ganado una oposición y no pueden estar adscritos oficialmente a las facultades a las que pertenecen interinamente desde hace años, y otros han dejado pasar la oportunidad de concurrir a oposiciones para, ahora, ver como continúa sin aparecer una forma de contratación realista, aplicable y reconocida por el Ministerio.
Todo ello deteriora una Universidad que, por haber sufrido cuarenta años de franquismo, ya se encontraba francamente mal. No puede ser, en ningún caso, una concesión exterior a la propia Universidad -como sería el pasar a depender de la Generalidad- lo que mejoraría su situación. Su renacer, de ser éste aún posible, debe venir de ella misma. Para lo cual sería preciso un debate en el que, contrariamente a lo acaecido hasta ahora, dominaran la luz y los taquígrafos. Hasta ahora, ha habido prácticas más o menos masónicas o propias de la resistencia clandestina, en el sentido que han sido los pequeños grupos cerrados promotores de sus propios componentes y de base cooptada -léase el interuniversitario- los focos irradiadores de una reforma bien intencionada pero de resultados posiblemente fatales.
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