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Entrevista

Joan Miró: “Tengo gran confianza en la fuerza creadora de la nueva España”

Hoy se inaugura su gran exposicion antológica

Pregunta. ¿Emocionado al pisar suelo madrileño, en esta nueva etapa de España?

Respuesta. Muy emocionado y esperanzado. Tengo gran confianza en la fuerza creadora de la nueva España, esa fuerza que nos distingue en la historia general, y más aún en la del arte.

P. La biografía de usted se resume a lo largo de estos últimos cuarenta años, en un constante viaje de ida y vuelta entre París y Cataluña, con alguna excursión a Norteamérica y sin parada en Madrid. ¿Una actitud preconcebida?

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R. Preconcebida y llevada a rajatabla, pese a que no me han faltado intentos, incluso diplomáticos, de persuasión. Recuerdo, por ejemplo, que cuando, en 1959, recibí el Gran Premio de la Fundación Guggenheim, en la Casa Blanca y de manos del presidente Eisenhower, el conde Motrico, allí presente, trató de convencerme y ganarme. Yo lidié la situación como pude y me mantuve en mis trece.

P. ¿Era análoga su situación oficial en Cataluña?

R. La oficial y la privada. Mi vida ha discurrido, durante mucho tiempo, en el anonimato. ¿Otro ejemplo? En 1947 fui al consulado norteamericano a solicitar el visado, cosa entonces difícil, para un viaje a Nueva York. Esperé y cuando me llegó el turno, salió en persona el cónsul, Leroy McPiece, que luego fue muy amigo mío, y me dijo: «¿Es posible que usted sea el señor Miró? ¡Tantos años como llevo en Barcelona sin que nadie haya sabido darme razón de usted! »

P. ¿Ni fama ni fortuna?

R. Ni un céntimo. Por aquellos tristes años cuarenta yo vivía gracias a una pequeña renta de mi madre, una mujer muy inteligente y generosa.

P. ¿Supone esta exposición una suerte de reconciliación entre lo catalán y, digamos, lo centralista, que empieza a serlo menos?

R. Una muestra, al menos, de cómo es posible trabajar en común, de una forma paralela y enriquecedora.

"Algo ha cambiado en España"

P. ¿Qué juicio le merece, contemplada, si ello es posible, desde el punto de vista de un espectador cualquiera?

R. Siempre que acudo a una exposición mía, me coloco en la situación de un hombre que en verdad sea hombre. Me digo llanamente: «Hombre, una exposición de Miró Vamos a ver lo que está pintando ese tío.» Entro y doy de lado toda consideración estética y toda actitud intelectual. Me importa, ante todo, el aspecto humano. Me gusta ir solo, confundido entre los demás, y suelo ser un crítico muy severo. Si un cuadro me complace, lo celebro, y si no me llena, me enfado conmigo mismo y llego incluso a pellizcarme. Cuando una obra me sorprende, para bien o para mal, exclamo en mis adentros: «¡Puñeta, y eso también lo has hecho tú! »

P. ¿Le impresiona de forma particular ésta de Madrid?

R. Apenas descendí del avión, el sábado pasado, acudí a verla, y puedo asegurarle que, contemplada con atención, me parece una de las más importantes de cuantas he colgado, que no han sido pocas. Desde el punto de vista biográfico, la verdad es que abarca la trayectoria de mi que hacer y me deja una buena conciencia de que algo he hecho en esta vida. Estoy seguro de que va a tener una gran resonancia internacional. Buena prueba de ello es que ninguno de los museos y colecciones de los que se han solicitado obras se han negado a proporcionarlas. Incluso los más reacios, los que en otras ocasiones se resistieron, se han volcado ahora. Hay que achacarlo, sin duda alguna, a nuestra actual situación política, en vía de desarrollo democrático. Yo estoy muy contento de haber aportado mi granito de arena, de hacer saber a los demás que algo ha cambiado en España.

P. ¿Le interesa alguna particular reacción del público visitante?

R. Mucho más, desde luego, que la de la crítica. Me importa, como le dije, el impacto humano por encima, y muy por encima de la pura consideración intelectual; y si ese impacto humano resulta agresivo, mejor que mejor. En la exposición antológica de 1974, en el Grand Palais, de París, tuvieron los organizadores la feliz ocurrencia de poner a disposición de los visitantes un montón de pliegos en que ellos pudieran manifestar su libre opinión. Uno de los opinantes dejó escrito de mí: «Hay que cortarle las manos.» Aquella reacción violenta me agradó, porque ponía de relieve lo que más me importa en mi obra: su vitalidad.

P. ¿Prefiere, pues, la opinión de la gente llana?

R. La gente llana, pura, no maleada, ni contaminada, ve mejor mi obra que los intelectuales. ¿Por qué se empeñan éstos, como decimos en Cataluña, en buscar pelos a la rana? La teoría es tan fría como la autopsia, aniquila la acción y la vida. Y yo aún no estoy muerto. Si de algo estoy satisfecho es de que en la bibliografía en torno a mi obra prepondera el acercamiento humano. ¡Los teóricos no han podido conmigo! Me han comprendido los poetas y los humanistas, como Jacques Dupin... o como usted. Póngalo así.

P. Muchas gracias. ¿No tiene un cierto carácter intelectual el perpetuo simbolismo de su pintura?

R. No. Mi obra está, en efecto, cargada de símbolos, pero de símbolos naturales, abiertos a la naturaleza, no al reino de las ideas. Son signos que remiten a la naturaleza misma, que quieren indicar su enigma diario.

P. Analizadas sus pinturas (y la exposición de Madrid proporciona un buen ejercicio) por orden cronológico, se nos presentan como obedientes a una incesante ruptura entre las diversas épocas. ¿A qué responde ese cambio constante de estilo sin posible retorno?

R. Cuando una experiencia se ha agotado, volver a ella es copiarse a uno mismo. Cuando se sabe una cosa, hay que abandonarla para ir a lo que se desconoce. Crear es romper, y romper con violencia.

P. ¿Cómo se compagina esa violencia, ese signo provocador, subversivo, de su obra, con el carácter metódico, retirado, casi anónimo, de su vida?

R. La placidez de mi vida no es más que un ahorro, una reserva de energía; aquella energía que quiero centrar de lleno en mi obra. No se deben derrochar tontamente las fuerzas. Esto lo sabía muy bien Picasso. Recuerdo que allá, por los años 20, desaparecía los viernes, sin que nadie le volviera a ver el pelo hasta el lunes siguiente ¿Adónde iba Picasso?, se preguntaban muchos de sus amigos. ¡Adónde iba a ir! A reserva energías, a recuperarse, para entregarse de nuevo al trabajo.

"Se hace camino al andar"

P. Usted suele denominar trabajo a su actividad creadora. ¿Equivale su quehacer a una jornada laboral?

R. El trabajo, no la idea preconcebida, es el medio natural de la creación. Aquello que decía Machado: «Se hace camino al andar.» Ya lo creo que mi que hacer diario es una jornada laboral, hasta tal extremo que cuando pierdo una hora (a causa, por ejemplo, de una visita imprevista), la recupero luego en el taller. Trabajo como hay que trabajar y me concedo algún premio si creo que me lo he ganado. Incluso en los difíciles años cuarenta, cuando estaba plenamente entregado a mis Constelaciones, si algo me salía bien y no sin esfuerzo, me decía a mí mismo: «Joan, te has ganado un café con una ensaimada.» Y dicho y hecho: me iba a la calle, lo tomaba y volvía al taller.

P. No parece aventurado descubrir en usted un legítimo representante de las llamadas culturas fronterizas, uno de aquellos raros personajes que, habiendo recibido poco o nada de la cultura oficial, instituida, entregan todo o mucho a la cultura viva y con mayúsculas. ¿Qué opina de la cultura oficial, de la academia?

R. El verdadero creador huye de ellas. No me hacen ninguna gracia, ni siquiera me inducen a sonreir, me parecen cosa lúgubre.

P. Son grandes maestros aquellos que como usted, y por paradójico que parezca, ni tienen, ni pueden tener discípulos. ¿Ha tenido maestros?

R. Sí, en forma de impactos decisivos. El primero de ellos me vino dado en la contemplación de las pinturas románicas de Cataluña. Son impactos del arte, de la vida, de la historia, como aquella gran exposición que, a comienzos del siglo, tuve la suerte de ver en Barcelona. ¡Aquellos cuadros de Renoir, de Monet, de Matisse ... ! Un académico, barcelonés, sin embargo, dijo que los cuadros de Monet eran algo así como los trapos en que un pintor limpia sus pinceles, y otro purista opinó que Gaudí era un genio de la imbecilidad. Ya ve usted. Gaudí fue otro gran impacto y Picasso y Matisse y el aduanero Rousseau...

P. ¿Cree usted que existe, una vena surrealista, propiamente catalana y claramente distintiva en el concierto universal del arte, una vena de ayer y de hoy, que incluye las visiones de Lulio, las fantasías de Ausías March, las admirables locuras de Gaudí... y cuenta con poetas como aquel pionero que se llamó Joan Sabrat Papaseit, Foix, Brossa, Espriu..., y pintores como usted, como el Dalí de otro tiempo y como el Tápies de hoy mismo?

R. Habla usted de admirable locura. Por ahí van los tiros. Aunque algunos lo duden, se trata de una cosa muy nuestra, muy catalana, muy racial. Hubo incluso un buen puñado de pintores surrealistas catalanes que quedaron en el anonimato y de los que, por fortuna, se hizo el año pasado una exposición.

En ella podía verse esa pizca de locura tan nuestra. De esa misma condición, como buen catalán, era mi gran amigo Joan Prats.

P. ¿Y Picasso? ¿Se contagió de esa admirable locura, a lo largo de su fructífera estancia en Barcelona?

R. No. Picasso siempre fue frío, calculador, con los pies muy en la tierra. No, Picasso no tenía nada de loco. Todos estamos influidos de él, porque él es algo así como el gran resumen de la historia del arte. Picabia, en cambio, encajó perfectamente entre nosotros cuando residió en Barcelona.

P. ¿Qué recuerdos guarda usted de aquel Picabia de Barcelona?

R. Me acuerdo mucho de la revista que él ideó, aquella publicación titulada 391, que de Nueva York vino y se instaló en Barcelona, antes de que concluyera la segunda década del siglo. De Picabia me interesó sobre todo, el hombre, e efluvio humano que de él se desprendía, y lo arriesgado de si actitud vital.

P. ¿Y Marcel Duchamp?

R. Su actividad ha sido decisiva en la revisión del arte contemporáneo. No me extraña nada que la juventud esté con él.

"Soy heredero de dos generaciones"

P. Cotejados los datos de su biografía, se hace ostensible una especie de contrapunto entre momentos estelares de usted y el ocaso material de algunos de sus predecesores. Su primera exposición en Barcelona (1918) coincide con la muerte de Apollinaire; su primer viaje a París (1919), con la de Renoir; el final de La ferme (1923), con la de Proust; los decorados para el Romeo y Julieta (1926), con la de Monet; sus primeros dibujos-collage (1933), con la de Raymond Roussel; el inicio de las Constelaciones (1940), con la de Klee; en su primer viaje a Norteamérica (1947), con la de Bonnard; su Gran Premio en la Bienal de Venecia (1954), con la de Matisse; sus primeras esculturas monumentales en bronce (1966), con la de André Breton... ¿Cree usted que es legítimo heredero de esas dos generaciones vanguardistas y vínculo genuino de otras dos posteriores?

R. ¡Puñeta! No había reparado en la posibilidad de esas relaciones tan precisas que usted establece.

Desde luego que soy heredero de dos generaciones vanguardistas, y tal vez sea vínculo natural entre ellas y mis sucesores. Algún pintor como Arshile Gorky no dejó de reconocer mi influjo en el tránsito de la vanguardia europea al expresionismo norteamericano. Lo que sí queda claro en su estadística es cómo pasa el tiempo y cómo la gente se muere.

P. Hace unos años declaró usted a Georges Raillard que le agradaría morir diciendo: «¡mierda!». ¿Sigue pensando lo mismo?

R. De ninguna manera. Aquello lo dije en un momento crítico, gravemente crítico de mi vida y de la de Cataluña y de la de España. ¡Terrible fue aquel año que precedió a la muerte de Franco, y terribles aquellos fusilamientos!

P. ¿Es eso lo que quiere reflejar (tal como obra en la exposición de Madrid) en la sorda, dramática y litúrgica escena que usted titula Tríptico de la esperanza de un condenado a muerte?

R. Eso, exactamente eso, aunque de forma inconsciente y un tanto profética. Suene o no a inmodestia, le diré a usted que siempre he tenido algo de profeta. No deja de ser extraño y significativo que yo concluyera ese tríptico el día mismo en que dieron garrote a aquel pobre muchacho catalanista, Salvador Puig Antich. Terminé el cuadro el mismo día que lo mataron, sin que yo lo supiera: una línea negra sobre un fondo blanquecino; una línea negra como un hilo que alguien corta por la fuerza y sin piedad.

P. Ahora han cambiado las cosas, y usted vuelve a pintar el renacer de la vida, de la luz, con todas las tintas del arco iris. ¿A qué obedece su predilección por los colores puros tal como brotan de la descomposición del rayo de luz?

R. Cuanto más simple es un alfabeto, más clara resulta la lectura. Los colores elementales constituyen las letras de mi lenguaje, sin otro soporte que la superficie del blanco y la efusión de un negro lineal.

P. No es difícil advertir en esta exposición antológica cómo ese negro lineal va tomando cuerpo, conforme se suceden las épocas, hasta invadir en muchas de sus últimas obras la casi totalidad del lienzo.

¿Puede adivinarse en ello el influjo de su paulatina y creciente dedicación al grabado y a la escultura?

R. La verdad es que no había caído en la cuenta. Puede ser, claro que puede ser. En el arte del grabar se produce una fuerte incitación del negro, como igualmente se da en mis grandes esculturas de bronce totalmente opaco. Las mismas planchas que se muestran en la otra exposición, en la de grabado, algo tienen de gran relieve en negro, de textura escultórica.

P. ¿Sigue dedicado a la escultura?

R. Intensamente. Ahora ando a vueltas con un ambicioso proyecto: una escultura de doce metros (una escultura como una casa) que será colocada en el Central Park de Nueva York. Me atrae la idea por tratarse de un espacio en que pasean los ancianos y juegan los niños a la luz del día. De noche, en cambio, es un lugar terrorífico, siniestro.

"Contra el mundo cerrado"

P. «Hace 45 años -declaraba usted recientemente- que trabajo para la cultura catalana.» ¿Recibe ahora, en la fundación (la Fundación Miró) que usted creó generosamente en Barcelona, el fruto de tantos desvelos?

R. Me complace haber creado un ámbito abierto en todos sus alcances, un lugar por el que la gente pueda pasear y en el que pueda aprender. No un museo. Un museo tiene algo de cementerio. La Fundació, por el contrario, es algo diáfanamente abierto tanto a la cultura como a la vida. Su propia arquitectura, debida al talento de Sert, es abierta, radiante, centrada en la visión del arte y en la contemplación de la naturaleza: un jardín para todos.

P. ¿Le satisfizo el premio con que el Consejo de Europa la distinguió este mismo año?

R. Fue una gran alegría. Suponía ni más ni menos que el reconocimiento internacional a una nueva concepción museística y humanista, nacida y asentada en Cataluña.

P. ¿Cómo ve el momento actual de Cataluña?

R. Con un gran optimismo y con una gran esperanza. Celebro en el alma la restitución de la Generalidad y veo en el presidente Tarradellas a un gran personaje, tanto por lo que para nosotros representa como por su gran humanidad.

P. ¿Y la situación de España en general?

R. Repetiré y ratificaré lo que he dicho en otras ocasiones. Ahora veo la gran esperanza de España, con su fuerza creadora. Yo no estoy a favor del separatismo. El mundo cerrado es algo obsoleto. El mundo cerrado es el mundo burgués. Quiero también subrayar mi admiración y respeto a la figura del Rey, don Juan Carlos. Su gestión, al margen de etiquetas políticas, me parece admirable, y mucho más encomiable su gesto, su actitud humana.

P. Apenas descendió usted, el sábado pasado, del avión, nos dijo: «Aquí vengo con mis últimos cuadros, calientes como bollos recién salidos del horno." ¿Ha trabajado con particular intensidad de cara a esta exposición de Madrid?

R. He trabajado más que nunca, con mayor intensidad, energía y alegría que nunca. Me impuse la obligación de pintar una veintena de cuadros, y ahí están; me fijé un plazo y creo que lo he cumplido satisfactoriamente, en apenas medio año. El último cuadro lo acabé hace una semana.

P. ¿Para qué tanto esfuerzo?

R. Para que vean que vivo, que respiro, y que tengo una gran confianza en el porvenir.

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