Un pueblo que se aburre
Ex director de «El Socialista»
Hay una especie que se ha extendido en la sociedad española como una plaga: la confusión. En los últimos meses, la política que genera nuestra democracia formal, de la que tantas ilusiones se hizo el pueblo español con un alto porcentaje de votantes en las urnas del 15 de junio, se ha mezclado con un cierto desencanto que está a punto de llevar el pesimismo a todos los sectores del ciudadano medio que, sin otro recurso que el de la esperanza, se mantuvo expectante ante las promesas que desde un lado y otro se le hacían de instaurar un nuevo orden, un país limpio y lejos de la trampa y el cartón de una dictadura enmohecida por tantos años de uso y abuso. Pero no fue así, esa nueva perspectiva con un horizonte esperanzado en el que cupieran todos los españoles, no ha llegado con la prontitud que imaginaron muchos. A la generalizada tristeza de unos años de autoritarismo que parecían no tener fin, le ha sucedido un no menos generalizado sentimiento de decepción que puede dar al traste con la enorme capacidad vitalista que ha caracterizado a nuestro país en las etapas más señeras de su historia.
Los que forman parte, como protagonistas, del nuevo orden establecido -si puede llamarse nuevo- con la democracia formal recién instaurada, achacan el desencanto al desconocimiento que nuestro pueblo tiene de la propia democracia después de tantos años sin ejercerla. Y dicen, desde su escaño o desde sus nuevos puestos en la Administración, que la democracia no es una panacea milagrera que pueda traer la solución de todos los problemas en dos días. Pero los que somos sujetos activos de este proceso, sino sujetos pasivos, que padecemos las consecuencias del cambio y su confusión, es lógico que no tengamos la resignación franciscana que se nos pide desde la esfera del poder e incluso desde los partidos políticos que hoy se nos muestran -en contra de aquella euforia que barrió el país durante la campaña electoral- conservadores y desorientados.
La parte de mayor responsabilidad en este desencanto que empieza a esterilizar las ilusiones de muchos españoles, se la lleva el Gobierno, como es lógico, en vista del desgaste que lleva consigo todo ejercicio de poder. La derecha no comprende que el Gobierno y el partido que lo sustenta, que han nacido de las propias entrañas del conservadurismo español con cierto tinte reaccionario, se muestren ahora con afanes revolucionarios, de cara a la galería, y ejerciendo un papel que no le corresponde al ocupar parcelas de la izquierda. Se trata, por parte de los ucedistas, de ejercer un equilibrio imposible, encendiendo cada día una vela a Dios y otra el diablo, con tal de conservar el poder a ultranza. El esfuerzo puede parecer meritorio si se trata de salvar una etapa de transición en la que sólo cuenta el tiempo de permanencia, como si de un pulso se tratara. Pero los resultados no pueden ser más negativos: los empresarios están descontentos, a pesar de ofrecerles en bandeja constitucional un despido libre; el paro empieza a alcanzar niveles de cierta peligrosidad social, sobre todo en Andalucía; la inflación vuelve a rondar como un fantasma; el orden público, la delincuencia -con un paro juvenil atosigante-, la enseñanza, los servicios públicos y la economía (que no se sabe si obedece a una planificación sui generis o a un desarrollismo galopante) han alcanzado el mayor deterioro de los últimos años. La derecha, madre nutricia de UCD y el Gobierno, sabe todo esto y no lo perdona.
En la izquierda, el panorama es mucho más grave para el Gobierno Suárez: los pactos de la Moncloa no despiertan las menores simpatías entre los trabajadores, por mucho que el señor Carrillo se empeñe con sus consignas, más propias de un santo varón de una nueva iglesia; el incumplimiento de algunos de estos acuerdos y la difícil aplicación de la mayoría de ellos ha sembrado entre la clase trabajadora un sentimiento de frustración, cuando no de tomadura de pelo, a pesar del refinado manejo dialéctico que el señor Abril Martorell esgrime para la defensa de estos acuerdos, que pronto podrían quedar como recuerdos. Por otra parte, la creencia entre muchas personas de la izquierda, del verdadero centro, e incluso de parte de la derecha civilizada, es que el montaje del poder y los circuitos financieros que catapultaron a los que lo ejercen, siguen siendo muy parecidos -con la presencia de muchos hombres de otro tiempo- a la época de Franco.
Del mismo modo, las instituciones y los órganos de poder han variado muy poco sustancialmente con relación a la dictadura. El empeño, que se pretendió táctico y antirupturista, de respetar el orden jurídico preestablecido para evitar imaginados traumas y conservar no pocas prebendas, ha dado origen a la difícil coexistencia de dos estados de legalidad que, aunque torpemente, se han considerado propicios para la transición y que se contrarrestan hasta el punto de crear el confusionismo que hemos señalado al principio. De ahí que la justicia rnilitar siga moviéndose en un terreno que nos parece poco propicio para la democracia, y que tal vez no desea el Ejército, al mismo tiempo que es expedientado un miembro de la carrera fiscal por un presunto delito de opinión o de no acatamiento de determinadas normas reglamentarias. Mientras tanto, en otros niveles de acción y de expresión se alcanzan límites no frecuentes en Europa. Tal vez porque el mayor componente de la política del Gobierno sea la inseguridad y el temor a perder el poder, una pasión sólo comparable, por lo visto, con el erotismo de un sexo desbordado.
La oposición no sale bien parada en el juicio crítico que la política está mereciendo a una gran parte de la población española. El desconcierto de esta parte del espectro democrático lo produce esa táctica de gritos y susurros tan al uso en los partidos de la oposición. Gritos para el lucimiento en la hora más florida de las sesiones parlamentarias, y susurros para el pasillo o la trastienda, donde tiene lugar la componenda y el arreglo. Los que somos de a pie, en este lleva y trae del tinglado político, los que dicen que formamos parte de esa gleba fecunda y esperanzada, que eufemísticamente llaman pueblo soberano, nunca sabremos si los susurros son muchos -si es que existen- y las componendas más. Pero la especie está ahí lanzada, en medio de las plazas y en los corrillos del pueblo, formando parte de los motivos fundamentales de este desencanto que nos ha llegado como una plaga. Estos partidos, unos en mayor medida y otros no con tanta, deben clarificar, de una vez, de cara a sus electores y sus militantes -sobre todo frente a sus afiliados de base que empiezan a ser presas de un enrarecido pesimismo-, hasta dónde llega el susurro, cuál es el nivel de la componenda y para qué ha servido el grito, o por qué y por culpa de quién el grito se ha quedado en pura tarzanada, como un derecho al pataleo.
Es importante desintoxicar a los españoles -un hombre, un voto- de tanta retórica de salón y explicarle, de verdad, cuál es el sentido de esa empresa colectiva que debe ser la democracia en profundidad. De lo contrario, pronto seremos, otra vez, unos millones de súbditos, lejos de la ciudadanía, en una permanente inhibición y de espaldas a la España oficial. Y esta vez, no por fuerza del palo, cuya coacción justifica al que lo padece y hasta resulta heroico, sino por imperativos del aburrimiento, que es cosa más triste y de soluciones más difíciles.
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