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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Desde este silencio

Nueve años. Hace ya nueve años. Con cierto temor me dirigí al despacho de Xavier de Echarri, director de La Vanguardia, después de haber hablado con Horacio Sáenz Guerrero, por aquel entonces subdirector del diario. Horacio me había animado, incluso creo que me aconsejó la supresión de un párrafo y también que suavizara alguna expresión para que pudiera ser publicado. Horacio Sáenz Guerrero fue siempre, para mí y para otros muchos, un maestro y un amigo.He dicho que acudía con temor y no es la palabra exacta. Yo no había cumplido aún cuarenta años y detrás me acompañaba un historial político, seguramente pequeño, pero agitado, poco confortable y demasiado repleto de riesgos para que me atemorizara un despacho de periodista. Me presentaba ante Echarri con tristeza por el reciente fallecimiento y con un cierto nerviosismo, pues temía que lo que llevaba en las manos iba con toda probabilidad a ser rechazado. Estábamos en pleno franquismo. Se trataba de un par de holandesas que llevaban el título de «Desde este silencio». Acababa de morir en el exilio Su Majestad la reina doña Victoria Eugenia y escribía un monárquico airado y en queja por tantos años de calumnia y por la imposibilidad de hablar o de escribir para defender la institución monárquica, cuando ni los muchachos del Frente de Juventudes ni Santiago Carrillo, si la memoria me es fiel, no la defendían con tanto entusiasmo como ahora. No pedíamos que nos dejaran gritar, porque teníamos razón; ni pretendíamos poner énfasis en nuestras palabras, por que lo que decíamos era justo; ni buscábamos violencias o brusquedades que no queríamos y que, además, hubieran abierto nuestras heridas. Pero sí intentábamos hablar con firmeza, pues no podíamos, ni queríamos, ni sabíamos, renunciar a nuestra lealtad.

Xavier de Echarri era un caballero. Como Ridruejo, como Montarco, como Torrente Ballester, Laín, Tovar o muchos otros, había sido falarigista por generosidad, por impaciencia juvenil, por deseos de entregarse plenamente, arriesgadamente, a una patria a trozos. Y como tantos otros, monárquicos, liberales, carlistas, partidarios de Renovación Española, de la Lliga, de Falange o de la CEDA, había sido estafado y desplazado por habilidosos camaleones. Leyó Echarri mis cuartillas aprobando con la cabeza, asintiendo a veces con la voz, y me dijo: «Tienes toda la razón. Vamos a publicarlo, aunque nos cueste un disgusto.» Luego me pidió algún retoque y la supresión de una clara alusión a cierto personaje en el Poder desaparecido ya del mundo de los vivos, pues a La Vanguardia nunca le han gustado los términos contundentes y prefiere utilizar un tono moderado. Así, mi artículo, como tantos otros, se fue reduciendo en extensión y en agresividad. Me habló luego Xavier Echarri de su monarquismo, de su afecto a la Familia Real, a la que había tratado asiduamente en Lisboa, afecto que, me consta, le era correspondido. Y entramos entonces en una larga conversación sobre la lealtad, el riesgo, el valor, la dignidad, el honor. Bien se me alcanza que todos estos términos, hoy, han caído en desuso, desprenden un cierto olor a naftalina y harán sonreír a más de un oportunista que atacaba entonces a la Monarquía y simula ahora una gran fidelidad con el sospechoso fervor del recién converso. Sé también que muchos bromearán al leer estas «grandes palabras», como si vieran a quienes las practican empolvados, con pelucas y salidos de antiguas carrozas. Muy bien. Pero algunos creemos todavía, con perdón, en unos valores esenciales: morales, intelectuales, culturales e incluso personales. Y tenemos, además, la presunción de estar orgullosos de creer en ellos. Vamos por el mundo pensando que es preciso esforzarse en tener el suficiente valor para no caer en la indignidad; que la lealtad es un lujo caro, un privilegio sólo al alcance de los verdaderamente grandes; el deshonor nos ofende, nos humilla nos irrita; los insultos a España, a Cataluña, a sus banderas o al Rey nos indignan. En fin, que somos unos pájaros raros e incorregibles. Tal vez la edad nos haga sentar la cabeza. Porque la ingratitud no ha logrado conseguirlo.

La vida es un viaje para el que se necesita llevar las alforjas llenas de paciencia. Vamos dejando en él pedazos de nosotros mismos. Físicamente perdemos cabellos, dientes, dioptrías, decibelios, y sólo ganamos, en cambio, colesterol, bronquitis, arterlosclerosis y una cosa vaga y ambigua que hemos dado en llamar experiencia. Moralmente dejamos en la cuneta afectos, amigos, familiares, seres queridos, viejos compañeros que recorrieron con nosotros un trecho del largo viaje. Víctor Hugo decía que los niños son necesarios. Evidentemente. Pero también lo son los viejos. Los necesitamos para apagar nuestra insaciable sed de recuerdos, para oír de viva voz historias que no pudimos conocer directamente. Y quizá también porque los viejos, al haber perdido responsabilidad, han colgado en el perchero toda falsedad, toda hipocresía, todo convencionalismo y se han convertido en unos seres auténticos.

«Cualquier lugar fuera de España donde viva, siempre lo consideraré provisional», escribió pocos meses antes de morir la reina Victoria Eugenia. Y en su testamento se leían estas generosas palabras: «Pido perdón y perdono sinceramente cuantos agravios se me hayan causado, y suplico a Dios que conceda a España y a todos los españoles paz, justicia y prosperidad.» ¡Cuán lejos estamos de conseguir tan hermosos deseos! Porque «chi offende non perdona». dice el refrán italiano. Y los ofensores, los que atacaban a la institución y a sus representantes, siguen en sus puestos, mientras quienes la ignoraban intentan con éxito escalar posiciones. Me viene a la memoria, no sin irritación, que mientras los Condes de Barcelona y sus hijos pasaban serios apuros económicos por una escrupulosa honradez llevada a los extremos más estrictos, muchas damas de la llamada buena sociedad barcelonesa recaudaban fondos, desde luego no para ayudar a sus señores, sino para regalar joyas a doña Pepita, señora de Acedo Colunga, gobernador civil de Barcelona, como obsequio de despedida de un mandato brutalmente antimonárquico.

«Desde este silencio» titulé mi artículo cuando lo escribí hace nueve años. Entonces fui repetidamente amenazado, pero en compensación altísima recibí unas cariñosísimas palabras del Conde de Barcelona y también una amable carta de la infanta María Cristina. El silencio franquista se ha convertido ahora en una algarabía bullanguera que producen los eurofranquistas que mandan y quienes, en la calle, se creen que están en la democracia porque les dejan romper escaparates, apedrear policías y gritar «Mañana, España será republicana».

Por eso, «Desde este silencio» titulo hoy también estas líneas, dejados atrás nueve años de historia, mientras, tristemente, contemplo cómo tantas ratas siguen todavía en sus agujeros o han trepado al ático de un edificio en construcción. Sin el optimismo de nuestra voluntad seria imposible soportar hoy el pesimismo de nuestra inteligencia.

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