La oración del presidente
No se comprende la inusitada expectación que despertó ayer la sesión del Congreso si no es por esa fe sacramental que los españoles tienen en la palabra, en el sortilegio de la lengua, en la curación por la saliva. Si previamente quedaba establecido que no habría voto de censura, ni siquiera una condena moral de la actuación del Gobierno, entonces estaba claro que el debate parlamentario sería lo más parecido a una partida de póker que se juega sólo con garbanzos, una forma como otra de matar un atardecer de lluvia. A pesar de todo, en los palcos y balconcillos abarrotados había ese género de belleza que pertenece a las tardes de Proust, con una curiosidad femenina de trajes plagados de margaritas, de ancianos, de campánulas y de miosotis, aunque mezclada con humo de puro caliqueño. Faltaba un camarero con smoking color crema ofreciendo petisús de nata y té de virutas entreverado por un pasodoble con gritos de cerveza fresca como preludio a la bajada del héroe.Hay que decir que el castellano es un idioma muy sonoro, fabricado para formular solemnes promesas. Adolfo Suárez lo habla con golpes de gubia como un cantero de Avila que ahorra perifrásticas, condicionales y subjuntivos. Oyes esa música tan ruda y por un momento puedes creer que envuelve un contenido concreto. Pero no es así. En seguida caes en la cuenta que ésa es una facultad que los dioses han concedido a Adolfo Suárez en exclusiva para subrayar con énfasis el vacío. El discurso del presidente era esperado como el mensaje de un médium en una ceremonia de espiritismo político. Después de seis meses de silencio sólido, mientras la crisis política y económica está liada en el fondo del saco, se llegó a la conclusión que sería un remedio barato, puesto que a nadie se le ocurre otra cosa, que llegara el héroe del tinglado a la tribuna para explicar al público el damero maldito.
El discurso del presidente, bien leído, bien apalancado de brazos contra el pupitre, ha sido una repetición de lo que constituye durante dos años la música de fondo de la política gubernamental. No ha habido una sola palabra comprometida fuera del pentagrama, un remache conciso, una fecha concreta, una explicación exacta sobre futuro. Primero, un jaboncillo al Parlamento; después, un análisis somero del cambio ministerial para la cosa de quedar bien, una petición casi suplicante para que se restablezca el consenso constitucional, un canto a las dificultades del tránsito, una promesa de llevar hasta el final sobre andas el pacto de la Moncloa, una descripción de medidas sobre orden público y la esperanza soñada de que un día la Constitución acabe por cubrir las aguas de este andamio democrático. Todo muy bien pronunciado con un sonido gutural de presidente del Gobierno que eleva el tópico a categoría, abstracta. Adolfo Suárez suele añadir a este tipo de literatura política un aliño que es el secreto de la casa, un leve toque de masoquismo, de buena voluntad, de patriota ojeroso que maneja magistralmente la arrogancia y la súplica.
Cuando Abril Martorell extraiga después el serrín de la tripa del ídolo, y el pacto de la Moncloa quede aproximadamente desguazado, llegará por riguroso turno el juicio de cada grupo parlamentario. Con el voto de censura excluido y la confianza concedida de antemano, el debate parlamentario que se avecina se va a establecer como una ligera frotación polémica, igual que los esquimales se maceran la nariz, para sacar la política del charco con un carro de palabras. En un Parlamento todo lo que es una acusación se convierte en un comentario. Puesto que los partidos políticos en este tiempo de travesía están preocupados mayormente en que no se caigan las velas de la caravana y asumen el rito del verbo como una forma de salvación, lo menos que cabe esperares que hablen alto y encendido para que la palabra sonora levante la moral del ciudadano. Si lo que se busca es un acorde de polifonía, al menos que se oiga desde la calle.
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