Africa y el presidente Carter
LOS DOS países más ricos de América Latina -Brasil y Venezuela- y uno de los Estados africanos con más recursos potenciales, humanos y económicos -Nigeria-, reciben esta semana al presidente de Estados Unidos. Se trata de la primera vez que Jimmy Carter visita América Latina y también de la primera vez que un presidente de Estados Unidos se desplaza, en viaje oficial, al Africa subsahariana.El jefe del ejecutivo norteamericano debería haber realizado estas visitas durante el largo viaje que le llevó a finales del año pasado a otros seis países de Asia, Oriente Próximo y Europa, pero problemas políticos internos -las dificultades para la aprobación en el Congreso de su plan energético- le obligaron a reducir las dimensiones de aquella primera gran gira mundial del titular de la Casa Blanca. Si se tiene en cuenta que sus desplazamientos a América Latina y a Africa proporcionarán al señor Carter la posibilidad de ofrecer las grandes líneas de la política exterior norteamericana sobre dos regiones del planeta especialmente sensibles, el aplazamiento de su viaje a esas áreas puede considerarse, hasta cierto punto, providencial. Porque desde principios de año hasta ahora esas partes del mundo han conocido importantes y significativos desarrollos políticos sobre los que el Gobierno de Estados Unidos ha mantenido posturas titubeantes, si no equívocas. Ahora el presidente norteamericano está en disposición de precisar los puntos de vista de su Gobierno sobre esos acontecimientos.
Y, en este sentido, la escala africana del presidente Carter cobra una especial importancia. En Nigeria, la agenda oficial del viaje presidencial promete un pronunciamiento oficial de Estados Unidos sobre lo que entiende que debe ser su política en el continente africano. No le faltarán al señor Carter «puntos calientes» sobre los que precisar esa política. En Africa del Norte el comportamiento de la Administración Carter ha sido cuando menos ambiguo, después de que su antecesor en la Casa Blanca, Gerald Ford, apoyase claramente las pretensiones marroquíes sobre el Sahara occidental. Estados Unidos siguió enviando durante algún tiempo armamento al ejército de Rabat, pero últimamente «congeló» un nuevo pedido de aviones y helicópteros, por valor de cien millones de dólares, hecho por el Gobierno marroquí. Al mismo tiempo, Estados Unidos lleva camino de convertirse en «partenaire» comercial privilegiado de Argelia. Oficialmente la postura norteamericana es de «neutralidad y no injerencia», pero sería ingenuo no reconocer que el Gobierno norteamericano dispone, como dispuso hace dos años y medio, de recursos suficientes para influir en el curso de un conflicto que lleva camino de convertir al
norte de Africa en el escenario de un problema sin precedentes en el Mediterráneo occidental.
Titubeante es, por otra parte, la política seguida por Estados Unidos en relación con Rodesia, por mucho que el embajador norteamericano ante las Naciones Unidas, Andrew Young -de raza negra-, se haya esforzado por presentar, con ángulos más agresivos, la oposición de su país a los regímenes racistas del sur del continente. Las previsiones del plan anglo-norte americano para una transición pacífica a un gobierno de mayoría negra en Zimbabwe (Rodesia) fueron ignoradas por el acuerdo a que el primer ministro, Ian Smith, llegó con tres dirigentes negros moderados. Estados Unidos criticó este acuerdo, pero no con la suficiente energía como para convencer a los líderes de la guerrilla rodesiana y a los países de la llamada «línea del frente». Unos y otros, reunidos el pasado fin de semana en Dar-Es-Salam (Tanzania), desafiaron a Washington a clarificar su postura. Carter tendrá la ocasión de responder a ese reto en su discurso de Nigeria.
En el Ogaden, la guerra directa ha dado paso en las últimas semanas a un tenso alto el fuego. El conflicto ha dado lugar a un espetacular cambio de alianzas en la región -Etiopía, el país africano que más armas estadounidenses recibía hasta hace dos años, se ha convertido en el principal aliado soviético en el continente- y puso a la Administración Carter frente a un dilema al que ésta no quiso responder. ¿Valía la pena ayudar militarmente a Somalia, el antiguo aliado de Moscú en la zona, a pesar de ser éste el «país agresor» en el conflicto del Ogaden? ¿O era preferible asistir, sin reaccionar, a la intervención militar directa de soviéticos y cubanos por respeto a unas normas de derecho internacional? Somalia pidio insistentemente esa ayuda a Occidente y sólo la recibió, de forma neta, de Alemania Federal. Carter deberá ahora explicar cuál es la alternativa de su Administración a la pérdida de hegemonía norteamericana en una región que, siendo una de las llaves de acceso del mar Rojo al océano Indico, se ha convertido en un elemento imprescindible de la estrategia mundial de las grandes potencias.
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