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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Enfermedades de la sanidad española

Presidente de la Asociación para el Desarrollo Hospitalario de la Región CentroLa sanidad española está lejos de tener el estado de salud que todos los que de alguna manera estamos interesados en ella le desearíamos. Sus padecimientos son muy varios; y parece el momento oportuno, todavía reciente la creación de un Ministerio de Sanidad, para hacer algunas consideraciones sobre ellos, con el ánimo de contribuir a una toma de conciencia pública respecto a la magnitud de la tarea con que se han de enfrentar los responsables de tan gran empresa.

De los problemas actuales, los más tienen acusado carácter hereditario. No es tarea sencilla refundir en un solo ministerio las responsabilidades que estuvieron repartidas en nueve, y hacerlo de la noche a la mañana; pero es aún más laborioso el cambiar en tan corto espacio de tiempo la actitud mental tanto de los que demandan salud como de quienes la dispensamos. Parece arriesgado, como sucede con toda afirmación rotunda, asegurar que en nuestro país, y en el momento presente, la demanda de salud es excesiva. Pero sí ocurre que allí dónde la salud se ha hecho asequible a una mayor parte de la población, más concretamente en el medio urbano, la demanda tiende a superar las necesidades reales en muchos casos y se traduce en un número crecido de consultas innecesarias, en una solicitud exigente de medicación no precisa, incluso en ingresos hospitalarios para problemas solubles con tratamiento ambulatorio.

La educación sanitaria de un pueblo no es tarea fácil. Probablemente nos mantendremos todavía varios años en la porción ascendente de la curva de demanda por la que han pasado otros países: aquellos que han alcanzado mayores cotas de desarrollo y se encuentran hoy con que el perfeccionamiento de los programas preventivos y la mejor preparación de los ciudadanos, desde el punto de vista sanitario, han hecho disminuir el número de ingresos hospitalarios e incluso el de consultas ambulatorias.

Es indudable que en esta tarea educativa corresponde un papel fundamental a los componentes del complejo equipo de salud, concretamente a los propios médicos, y parece justo pasar también revista a los problemas que ellos plantean. Quizá convenga retrotraer el análisis a su propia formación de graduados, en facultades sobrecargadas por un número de alumnos muy superior a las posibilidades, con una dotación siempre insuficiente. Y muy en relación con ello: atendidos por unos docentes que, salvo excepciones tan escasas como honrosas, les prestan una dedicación mínima. Ya el estudiante comienza a ver cómo el profesor, sobre todo en los años clínicos, dedica más horas a la atención de su numerosa clientela personal que a la enseñanza o al hospital.

Este dualismo entre la tarea pública que confiere prestigio y la privada que proporciona otras compensaciones, vigente en un crecido número de Estados europeos, tiene en el nuestro un especial arraigo. El progresivo aumento de los salarios, rara vez acompañado de una mayor exigencia en la dedicación, no ha servido para modificar esta actitud. En parte porque los sueldos ofrecidos no bastan en muchos casos para exigir a cambio una dedicación exclusiva, sobre todo en profesionales -pensemos, por ejemplo, en algunos cirujanos- acostumbrados a retribuciones más altas de las habituales en otros licenciados superiores.

En cualquier caso, se da la situación curiosa de que si más de un 80 % de los españoles están amparados por la Seguridad Social y si una proporción también muy alta de médicos trabajan de un modo directo o indirecto para ella, en una gran medida los mayores ingresos de los profesionales de la medicina siguen obteniéndose a partir del ejercicio «privado» de la misma. Esta circunstancia se ve agravada por la paradoja -nada impensable- de que algún médico llegue a hacerse a sí mismo una competencia que difícilmente se puede concebir leal: la de ofrecer al paciente una atención distinta, según éste acuda a ser visto en la consulta pública o en otra donde por si mismo se responsabiliza personalmente de los gastos ocasionados. Demasiados -digamos para resumir- intereses creados. Y como consecuencia, la previsible oposición a cualquier medida que al intentar soluciones afecte a economías establecidas.

Pero no siempre el énfasis deberá cargarse sobre lo económico. Parece imposible dejar de mencionar la muy distinta proporción de médico por habitante que contamos, los españoles, en nuestro medio urbano y en el rural. (Incluso, dentro del primero, las diferencias entre Madrid y Barcelona respecto a otras capitales de provincia.) La principal causa de que los médicos se aparten del medio rural no es tanto la economía -los ingresos de muchos médicos que trabajan en lugares pequeños pueden ser en mucho superiores a los de profesionales en centros hospitalarios de primera categoría- como el aislamiento, la escasez de medios que les impiden tener un papel protagonista en el diagnóstico y tratamiento de los pacientes a poco importante que sea la patología que éstos presenten, la sensación de saberse meros clasificadores, y probablemente, por encima de todo, la falta de posible promoción para quien asume una tarea de tanta trascendencia.

Hasta aquí, una enumeración de problemas. ¿Tienen éstos solución? La respuesta debe ser obligadamente afirmativa. ¿Pero por dónde debe pasar ésta? En mi opinión, una razonable y razonada ley de incompatibilidades habría de ser el primer paso. En ella se tendrán que arbitrar las fórmulas que hagan imposible este actual pluriempleo, mal mayor no sólo de la medicina, sino de tantos otros profesionales que cierran el círculo vicioso de no poderse aumentar los sueldos por falta de productividad y no poder realizar una tarea eficaz por falta material de tiempo subvencionado para realizarla.

Otro aspecto bien espinoso, pero que es imposible no afrontar, radica en los nombramientos vitalicios. Eso que pomposamente se denomina «plazas en propiedad» y que hace que quienes las ocupan puedan, en la práctica, con impunidad absoluta, dormir sobre los laureles de unas próximas o lejanas oposiciones, concursos o nombramientos digitales, sin que nada les diferencie de aquellos otros que realizan su tarea considerándola algo propio, sin reparar en horarios ni festividades, si no es quizá el muy distinto juicio que cada uno obtendrá si se para a examinar su actitud en conciencia, algo que «no se lleva» en el momento presente.

Es posible que una lectura recelosa de estas anotaciones eche en falta el planteamiento de problemas prácticos de primera magnitud: jerarquización hospitalaria, interconexión de los diferentes niveles desde el médico de cabecera al superespecialista del hospital nacional. Pero no es tal la orientación que he querido dar a estas líneas, que de antemano desechan toda ambición exhaustiva para quedarse en invitación e incluso acuciamiento hacia toda clase de aportaciones. Lo que sí quisiera es dejar patente mi convicción de que en las circunstancias actuales de premura de camas e instituciones sanitarias nuestro país no puede prescindir de una sola, y que no debiera recibir a cualquier enfermo que llame a su puerta sin discriminación por el «detalle» previo de «quién va a sufragar los gastos». Y también que el ejercicio de la medicina privada puede hacerse con absoluta dignidad, aunque desgraciadamente existan demasiadas excepciones a esta regla. Lo que no puede aceptarse es que una y otra entren en competencia. Es concebible que un mismo médico atienda a pacientes adscritos a la Seguridad Social, con quien le une un contrato de trabajo, y también a pacientes que se responsabilizan de sus propios gastos por no estar integrados en aquella previsión. Pero no parece razonable que los pacientes amparados teóricamente por un servicio de salud tengan que recurrir a su particular bolsillo para recibir una atención suficiente. Ni que el médico tenga la justificación relativa de avenirse a esa ingrata situación para obtener unos ingresos que te permitan ocupar en la sociedad el puesto que le corresponde.

Las fórmulas posibles para encarar el problema de la salud son diversas, y mi natural aversión hacia los dogmatismos me induce a considerar como positivos los más plurales planteamientos. Pero no dejaré de estampar una preferencia: la de cuanto comporte la libre elección del médico, como derecho elemental del enfermo que necesita su ayuda. En todo caso, una solución política -en el más hondo y generoso sentido de la palabra- se está haciendo necesaria y urgente, si se quiere acudir a las llamadas de la comunidad española de nuestro momento histórico.

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