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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Algo sobre nuestros estudios humanos

Catedrático de la Universidad Complutense

Si siempre ha habido un desfase en España entre actividad científica -yo diría que en cualquier campo- e imagen pública de la misma, quizá sea esto más cierto que en ningún campo en el de los estudios humanísticos, los propios de las antiguas facultades de Letras, hoy partidas por gala en tres -algunas al menos- y tristemente partidas. La verdad es que la historia de estos estudios, y de otros sin duda, durante los últimos cuarenta años es casi una historia secreta, para iniciados. Y que no existe por parte alguna un balance de logros y fracasos, ni menos una imagen aproximada en periódicos y revistas. A veces, por un azar cualquiera, se proyecta una luz sobre un punto aislado del vasto paisaje. Pero esa misma luz, a veces exagerada y deformante, siempre transitoria, sobre ese punto, hace más difícil todavía comprender el panorama total. De este panorama querría decir algo.

Pues va aproximándose el momento en que tendremos todos la obligación de hacer una evaluación desapasionada y objetiva de los distintos aspectos de la vida nacional durante las últimas décadas: en parte viene haciéndose ya. Presentando luces y sombras: implicaciones y condicionamientos políticos, entre otras cosas, pero yendo a los hechos en si, como producto, a veces, de la propia vida del pueblo español que en las circunstancias más difíciles puede abrirse paso. Porque entre tantas afirmaciones retóricas y aun delirantes, primero, y tantas rotundas negaciones, después, es natural un estado general de desconcierto para juzgar los hechos. Y más cuando, en una serie de dominios, esos hechos sólo se conocen de una forma terriblemente selectiva. Estos dos artículos pretenden ser una mínima aportación a este respecto por lo que concierne al campo de las humanidades. Decir algo de lo bueno y malo que hay es condición necesaria, en este caso como en otro cualquiera, antes de proyectar para el futuro.

La verdad es que, pese a todas las dificultades, ha habido en España un crecimiento de estos estudios. Crecimiento en número de cultivadores, en difusión por las tierras de España, en extensión del campo mismo. Y, al tiempo, terribles problemas. Problemas provocados primero por la ruptura que supuso la guerra, por el declive de ciertas escuelas, por la dificultad de crear otras, por el crecimiento a veces improvisado y lagunoso. Después, por una cierta uniformidad amorfa, por el desánimo que produce la falta de medios -bibliotecas, posibilidades de publicar- y, otras veces, por falta de las directrices claras que sólo una escuela o grupo de trabajo puede dar. Han venido luego modas arrasadoras en lo científico y en lo educativo. Y, evidentemente, un cierto desvío social o de ciertos sectores de la sociedad. En fin, una larga historia cuyo balance, insisto, es, pese a todo, más favorable de lo que hubiera podido esperarse.

Quizá la forma más práctica de dar una idea, bien que superficial, de cómo y por qué son las cosas como son en nuestros estudios de Letras de hoy, sea hacer un pequeño repaso de la historia de los últimos tiempos; mejor dicho, a partir de tiempos ya bastante lejanos.

En el Madrid de la postguerra una serie de jóvenes españoles, venidos casi todos de provincias, se afanaban por enlazar con una tradición de trabajo científico y humanístico que había quedado rota o casi rota. Tal vez no sea éste un mal momento para decir que hubo una generación que intentó ese enlace: otra cosa es el éxito que haya obtenido.

No había hecho la guerra y quizá no se daba cuenta entera de lo que había sido. No tenía, en general, mayor conexión con el nuevo régimen ni con los grupos imperantes. Tampoco se enfrentaba directamente con ellos: trataba de crear una nueva normalidad, simplemente. Mal comidos, casi sin dinero, luchando para encontrar libros y sin poder salir al extranjero, había muchos jóvenes españoles que intentaban esto por entonces. En diversas ciencias y, desde luego, en el campo de las humanidades también.

No era fácil, dentro de él, hallar a quien dirigirse en Madrid por entonces. Quedaban algunos miembros de las antiguas escuelas, pero en situación poco boyante y más bien aislados. Por mi parte, recuerdo que me dirigí, con una tarjeta de presentación, al director de un instituto dedicado a la ciencia que yo pretendía cultivar. Me dijo: «En este campo no queda nada por hacer. Ya lo han investigado todo los alemanes» (la consecuencia práctica, y muy lógica, que él sacaba era no poner los pies por allí).

No era para dar grandes ánimos, la verdad. En fin, había, pese a todo, algunas ayudas para salvar la sima abierta a nuestros pies; en mi caso, Ramos Loscertales, García Blanco y Tovar, que procedían todos del Centro de Estudios Históricos, aunque ahora enseñaban en Salamanca. En último término, más o menos trabajosamente, volvieron a crearse generaciones de estudiosos españoles.

El modelo, en lo que a humanidades se refiere, estaba evidentemente en las escuelas que habían florecido en la República y antes en la Monarquía. Quizá simplificando por efecto de la distancia vemos hoy el panorama cultural de aquellas épocas como algo nítido y claro. Unas cuantas, pocas, escuelas con jefes de relieve indiscutible como Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Ortega, Sánchez Albornoz y otros más. Con miembros muchos de ellos del más alto nivel científico. Un trabajo coherente y de equipo, reflejado en revistas y otras publicaciones. Un prestigio que rebasaba los círculos de iniciados, que tenía un respaldo estatal y social. Una posición indiscutida en la enseñanza, de los estudios de letras.

Ciertamente, no existe rosa sin espinas ni paraíso sin serpiente.

Ciertos campos apenas se cultivaban: el estudio de la Filología Clásica empezó muy tarde (aún así puso las bases de lo que después hemos podido hacer), las culturas modernas apenas fueron atendidas. Casi todo estaba centrado en Madrid y el volumen de publicaciones y el número de estudiosos era reducido. Aquí y allá, en España, subsistían bolsas de atraso, el viejo catedrático del que se contaban anécdotas hilarantes.

Pero el balance era positivo. ¿Qué encontrábamos ahora, en cambio? Grandes figuras hubieron de exiliarse, o eran relegadas, o se ponían al margen ellas mismas. Se inventaban, a cambio, falsos prestigios, aquellas hornadas que ocupaban los altos puestos culturales y que tan estériles resultaron, incluso para quienes las lanzaron. El intento de crear una ciencia a golpe de decretos, de premios y de mármoles no produjo los milagros que de él se esperaron. ¡Qué esperpénticas anécdotas podríamos contar ahora de semejante panorama! Y, sin embargo, para ponemos en lo justo, es cierto que fueron creándose poco a poco instrumentos de trabajo que dieron una oportunidad a los jóvenes y a la generación anterior, que había visto partida su carrera por la guerra.

En los niveles modestos de los jóvenes becarios, profesores interinos de varias clases, etcétera, fueron creándose, casi subterráneamente, las futuras generaciones de estudiosos de varias ciencias, entre ellas las Ciencias Humanas. Ciertamente, con enormes carencias materiales y de maestros, lejos de todo relumbrón de primera fila. Para ésta, eran los años del maniqueísmo de los grupos. Si no se estaba en un grupo, no se existía: aquí empieza el terrible desfase entre realidad e imagen social de que hablaba al comienzo, porque lo que más se veía era, con frecuencia, lo que menos existía en realidad. Eran grupos de derecha tradicional y de Opus, sobre todo. Pero la cosa no acabó allí. Por una dialéctica implacable, los demás hubieron más tarde de formar sus grupos. Y hoy leemos artículos en que hallamos una contrafigura de aquella verdad oficial que nos desagradaba. De algunos parece deducirse, aunque no lo digan, que sólo fuera de España o en poquísimas excepciones dentro de ella, ha estado estos años la ciencia española. Una verdad tan poco verdadera como aquella otra.

Por los años cincuenta y, sobre todo, los sesenta, el panorama había mejorado notablemente. Subsistían ciertas cortapisas, ciertos figurones (son muy resistentes). Pero había ya en España nuevas generaciones de historiadores, de estudiosos de la literatura, la lengua española, la arqueología, el arte, la filología clásica, los estudios árabes y hebráicos, etcétera. Con más dificultad, la filosofía intentaba ponerse en movimiento. Apuntaban estudios nuevos sobre lingüística general e indoeuropea, culturas modernas, etcétera. Y continuaban activos una serie de antiguos maestros, bien en conexión con el nuevo movimiento, bien a mayor distancia.

Había en estos tiempos un movimiento que seguía, en realidad, sus propias leyes. Aprovechaba las nuevas circunstancias económicas, que traían consigo mejoras en algunas bibliotecas, posibilidades de publicar, puestos de trabajo; aprovechaba la mayor flexibilidad ideológica, las relaciones con el extranjero. Enlazaba de algún modo, directo, indirecto o por pura adivinación, con las antiguas líneas de trabajo o con las de investigadores extranjeros. Intentaba, a veces, llegar más allá. Y en ocasiones lo conseguía.

Hay que añadir que al tiempo, enriqueciendo el panorama, continuaba el trabajo, en España o fuera de ella, de las generaciones anteriores a la guerra. Hubiera un contacto o hubiera aislamiento -y había de lo uno y de lo otro-, sin estos dos componentes no puede comprenderse lo que había sido el trabajo en el campo de las humanidades de nuestra guerra para acá.

En conclusión: hubo al comienzo de los años sesenta un momento de optimismo del que arranca toda la situación posterior de los estudios humanísticos, cuando vinieron otra vez tiempos difíciles. Un momento poco publicado, pues ni el régimen mismo se ocupó de ello, salvo algunos fuegos de artificio. Ahora estaban produciendo las nuevas generaciones de estudiosos, había más facilidades para su trabajo, se creaban puestos en el profesorado universitario. Por supuesto, había mucho de germinal y poco seguro, nada estaba consolidado. Pero hay que recordar este momento antes de pasar a considerar el que siguió y el estado actual, que dejamos para un próximo artículo.

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