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Tribuna:Funciones de la Universidad/ y 6
Tribuna
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Ejemplaridad ético-social

La ética antigua legó a la posteridad un esquema en cierto modo canónico para definir las profesiones: el buen médico sería vir bonus medendi peritus; el buen orador, vir bonus dicendi peritus, y así en los demás casos. Kalós kai agathós, bien compuesto y bueno, pide que sea el médico un escrito hipocrático. La Kalokagathía, común ideal ético de los griegos, era así el blasón y el presupuesto de la calidad de un hombre en el ejercicio de una profesión. No otra cosa fue, algo más tarde, la intención subyacente a la fórmula latina: la bondad del vir bonus sería -debería ser- el genérico fundamento moral de la competencia técnica.Con su reducción semántica de la virtù a la suma de la habilidad y la eficacia en la realización de la vida en el mundo, el Renacimiento italiano, y luego toda la cultura moderna, rompieron sin contemplaciones ese viejo esquema: buen médico es, sin más, el que sabe curar bien, buen orador, el que, sin más, sabe bien decir, y así sucesivamente. El «sabio mercenario» de nuestro tiempo, el hombre de ciencia que vende al mejor postor, blanco o rojo, la que él tiene, no es sino una consecuencia extremada de ese abrupto cambio de actitud. Pero la conciencia ética de nuestro tiempo, ¿no está pidiendo acaso, bien que no a la ingenua manera antigua, un planteamiento ético, no sólo técnico, de la función social del sabio y, por extensión, del profesional científico? Tan grave y delicado problema -cuyo clímax fue el nexo entre la ciencia y la guerra inherente a la fabricación de las primeras bombas atómicas- no puede ser tratado ahora. He de limitarme a afirmar enérgicamente que la Universidad debe ser, y con deber no leve, centro de ejemplaridad ético-social, y a señalar las líneas principales de esta ineludible función suya.

«Tú que no puedes, llévame a cuestas», dice en ciertas ocasiones nuestro pueblo, y acaso algún cazurro representante suyo eche mano de esa zumbona ponderación para apostillar mi precedente aserto. Dirá: « Cuando tan menesterosa de un serio calafateo de su moral propia se halla la Universidad, ¿cabe la avilantez de proclamarla centro de ejemplaridad ético-social?» Cuidado: yo no he dicho que actualmente lo sea, sino que debe serlo; por tanto, que no conquistará plenamente su integridad funcional mientras no cumpla de manera continuada esa tan noble y tan mal atendida misión suya. In spe contra spem, como enseñó a decir San Pablo, en la esperanza de que la Universidad sea mañana lo que mañana deba ser, contra la esperanza de que eso llegue a suceder ante mis ojos y con la fime convicción de que el cumplimiento de ese deber pertenece y seguirá perteneciendo a la buena salud social de la institución universitaria, consignaré sumariamente las cinco vías por las cuales tiene que hacerse patente su ejemplaridad.

Un círculo vicioso

1. Adecuada ruptura del círculo vicioso en que se mueve la relación entre la Universidad y la sociedad. «Si tan mal me sirves -dice a la Universidad la sociedad-, ¿cómo puedes pedirme que te favorezca? Si tan poco me atiendes -responde a la sociedad la Universidad-, ¿cómo quieres que te sirva con interés?» Reducida a descarnado esquema dialógico, tal es en muchos lugares, España uno de ellos, la mutua relación entre ambas. Pues bien; cuando se produce un círculo vicioso de carácter ético-social, su continuidad en el tiempo sólo puede ser deshecha mediante un recurso: la acción abnegadamente resolutiva del agonista cuya ética sea mejor. Primera línea de nuestra ejemplaridad estamental: mostrar a la sociedad que nosotros, los universitarios, somos capaces de servirla mejor de lo que ella merece. Más de una vez ha sido cumplida esta consigna, es cierto, pero acaso no con la frecuencia necesaria.

2. Educación en la servidumbre habitual a la verdad. Por tanto, enseñar la verdad y saber demostrar que es verdad lo que se enseña; como con más retórica que exactitud reza el lema de una de nuestras instituciones científicas, vitam impendere vero. Ahora bien: ¿Cuál es la verdad en que la Universidad debe educar? Dos respuestas se imponen. En unos casos: «Enseño lo que para todos tiene que ser verdadero.» Así, con gran frecuencia, en el de las ciencias exactas y naturales. En otros casos: «Enseño lo que para todos puede ser verdadero.» Así, con frecuencia no menor, en el de las llamadas ciencias humanas. Nada fomenta tanto el espíritu de servidumbre a la verdad como la limpieza del esfuerzo por demostrar que puede ser verdadero para todos lo que, sin dejar de ser opinable, es verdadero para el que habla.

3. Enseñanza práctica de la libertad. ¿Cómo? Dos expedientes principales veo yo para que la respuesta sea realista y satisfactoria. En las facultades cuya materia pueda ser tratada con mentalidad o ideologías diferentes o contrapuestas -filosofía, derecho, historia, psicología, economía, sociología, etcétera-, procurar con exquisito cuidado que algunas de ellas, todas sería imposible, estén auténtica y auto rizadamente presentes en la enseñanza que recibe el alumno, y cuidar por añadidura de que profesores invitados, en conferencias aisladas o en cursos más o menos extensos, ofrezcan una imagen de las que dentro de la facultad en cuestión no estén representadas de manera habitual. Y en cada una de las cátedras, lograr que el docente exponga documentada y lealmente, entre las concernientes al tema de que él trata, ideas y creencias que él no comparte; evitar la caricatura y el maniqueismo táctico frente a quienes han muerto o no están presentes; en suma, dejar que «el otro» siga siendo «él mismo» dentro de las palabras con que de él se habla. Para los alumnos que ni siquiera así aprendan a ser intelectualmente libres, no estaría de más que cada facultad tuviera su psiquiatra particular.

"Bien nacidos históricos"

4. Realización institucional de la justicia, y muy especialmente de la justicia social: evitación, por todos los medios a su alcance, de una selección del alumnado tácitamente basada en el clasismo económico -¿cuántos hijos de obreros hay en nuestras aulas?-; demostración constante de que el imperativo de la solidaridad es, entre nosotros, los universitarios, más fuerte que el llamado «espíritu de cuerpo»; formación de la conciencia social del estudiante; denuncia razonada de los atentados contra la dignidad y los derechos de la persona humana; repulsa visible y habitual -en exámenes, en concursos, en oposiciones- de la acepción de personas. En este país nuestro, cuánto por hacer en este campo.

5. Celo permanente por la calidad de lo que se hace. Más de una vez he dicho que para nuestro pueblo hay dos títulos básicos de nobleza: en lo tocante a las personas, la condición de «bien nacidos»; en lo relativo a las obras, la condición de «presentable». Bien nacido: el que conoce y reconoce lo que los demás le han dado para que él haya llegado a ser lo que es. Mediante su educación, la Universidad debe ser una fábrica de «bien nacidos históricos». Presentable: lo que uno puede ostentar con decoro allá donde concurran las obras a cuyo género pertenece la suya. En un país donde tan frecuente es la chapuza improvisada -el «tente mientras cobro»-, hacer filosofía, filología, historia, fisiologia y ciencia jurídica «presentables» es una lección de incalculable valor social. No siendo ella nacionalista, porque su patria primera es el universo mundo, a la Universidad le toca el honroso deber de ser la primera en el incremento de la dignidad nacional.

Aquí, ahora, yo

Hablo aquí, en el recinto de una vieja Universidad española. Hablo ahora, cuando tan confusa, tan deteriorada y tan necesitada de formas nuevas se halla nuestra vida universitaria. Hablo yo, un docente ya a la orilla de su jubilación administrativa. Como en algunos moribundos, según dicen, la de su entera biografía, ¿puede extrañaros que suija ahora en mi memoria una apretada y exigente imagen de mi vida académica?

Vocado a la docencia universitaria desde mi mocedad, ingresé en la cátedra poco después de conclusa la guerra civil. Como penosa secuela de ésta, la Universidad -en parte por obra de exilio voluntario o forzoso, en parte por obra de exclusión torpe y fanática; «depuración» la llamaron, para escarnio de nuestro idioma- había perdido muchos de sus mejores docentes. Poco más tarde, ordenanzas de carácter Ideológico y presiones de orden factual, a veces policíaco, alicortaron y deprimieron la vida universitaria. «Somos un país exportador de fisiólogos e importador de futbolistas», se decía por entonces. ¿Cómo olvidar la inicua expulsión -aparentemente disciplinaria, realmente ideológica y política- de que varios profesores fueron víctimas, cuando ya parecían haberse serenado las aguas? Pero no todo en nuestra Universidad fue erial o ignominia durante los últimos cuarenta años. Continuando como pudieron una tradición minoritariamente iniciada a fines del siglo XIX y creciente en anchura a lo largo del siglo XX, no pocos de sus profesores enseñaron sus disciplinas al día, y algunos grupos de ellos -filólogos, historiadores, psicólogos, biólogos, matemáticos- supieron edificar una obra científica más que presentable, para decirlo conforme al canon estimativo y verbal antes propuesto. Desconocer esto, afirmar que todo ha sido «noche oscura» en la Universidad española de esos años, sería cometer grave y nociva injusticia.

Poco a poco, ¿lograremos reponernos? Tenuemente, tímidamente, esto nos preguntábamos muchos entre 1950 y 1960. Pero en los tres lustros subsiguientes, por la indiferencia y la torpeza de los que han regido nuestra política, por la imprevisión y la ligereza de quienes han gobernado nuestra enseñanza y por la deficiencia de la Universidad misma, que a todos nos alcanza una parte de la responsabilidad, parece haberse venido abajo esa tenue y tímida esperanza. Baste, para demostrarlo, el rápido diseño con que inicié mi reflexión. Entonces, ¿qué hacer? ¿Recitar un poco teatralmente el consabido lema horacíano de la dignidad estoica -«Si fractus illabatur orbis, impavidum ferient ruinae»-, y refugiarse luego en la severa y erguida proclamación de lo que querríamos ser y no somos? Ni quiero, ni puedo hacerlo. Ante todo, porque yo no soy estoico. Luego, porque tampoco soy catastrofista, y en medio de la confusión, pese a ella, siento que también a mi oído llega el verso de Antonio Machado a su amigo Azorín: «Oye cantar los gallos de la aurora»; esto es, porque creo que la aurora, aun cuando en ocasiones no la veamos, es siempre un momento constitutivo del presente, por brumoso y gastado que éste parezca ser. Muy temeroso de no llegar a verla con mis ojos, muy consciente de lo mucho que su advenimiento exige -inteligencia, imaginación, tiempo, tenacidad, paciencia, dinero, esfuerzo-, en ella pensaba al componer la meditación y el proyecto que anteceden.

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