Palabras, igual sombras
Demócrito dijo que la palabra es la sombra del hecho. Una sentencia que parece ir contra la de que «en principio era el verbo». Sombra o principio. ¿Qué escogemos?Yo me inclino por la sombra. Hay de raíz una falta de ajuste entre la palabra y el hecho que hasta se expresa en frases tales como las de que es preciso predicar con ejemplos y hechos y no con palabras. La frase, por popular, no deja de ser democristiana. Pero el pensamiento de Demócrito cala más hondo. Una sombra siempre es algo, y resulta famosa la desgracia de aquel hombre que se quedó sin la suya, pasándolo luego muy mal, según cuenta Hoffmann en uno de sus crispantes cuentos.
Una sombra puede ser más parecida a otra que los cuerpos que la producen entre sí: un árbol y una chimenea, una choza y un matojo, etcétera. Una suprema calidad unifica a las sombras y hace que la categoría de sombra sea específica. Muchos seguirán creyendo que el verbo mueve al mundo. Demócrito lo niega. Era un hombre polifacético que trató de muchas cosas, hasta de perspectiva. Y los hechos de que se ocupaba escribiendo se le convertían en sombras: palabras. Se explica que a un genio de este temple le tuviera una antipatía absoluta Platón, y así corrió la voz en la antigüedad de que Platón mismo había querido destruir la obra de Demócrito, tan opuesta a la suya. Porque, aunque él no fiara en las apariencias, creía que las palabras servían para alcanzar la comprensión íntima del mundo. No estamos en tiempos de Platón. La idea de que con palabras no nos entendemos viene de continuo a la mente. Esto, pese a que todavía hay muchas gentes vulgares que creen, como creían los viejos caseros vascos, que todo lo que tiene nombre existe: lo mismo un castaño que un duende.
Lo que sí parece que tiene fuerza propia, que lo unifica todo, son las sombras: es decir, las palabras. El objeto o la acción a veces no tienen existencia, y las palabras proyectan una sombra de algo extinguido, como la luz de algunas estrellas en el firmamento brilla sin que la estrella luzca ya.
¿A dónde va usted con esta lucubración? A explicar que mi vocabulario, en proporción considerable, está compuesto de las palabras, cuyas calidad de sombras lejanas me resulta evidente. Palabras que se refieren a objetos, actos y hechos, y que no se corresponden bien con ellos, por una operación óptica que hace que la sombra se alargue y estreche o se hinche y achate según las tornas, según de donde viene la luz. Esto pasa, en primer lugar, con todas las palabras del vocabulario político. Lo mismo me da que sea la de democracia, que la de constitución, la de nación que la de patria, a las de comunismo, socialismo, legitimismo. Comienza uno por creer que corresponden a hechos de pensamiento y de obra: pero, de repente la palabra sombra empieza a alargarse y resulta que la sombra de lo que uno creía entender que era el comunismo es casi la misma que la del carlismo. Esto no es lo peor. Lo peor, que la palabra sombra tiene la facultad de disfrazarse a sí misma. He aquí un bonito disfraz que ya se ha usado, pero que se puede seguir utilizando y que está al alcance de todas las fortunas. Los italianos, que son y han sido siempre los maestros del disfraz, como de tantas otras muchas cosas grandes (por eso estoy yo tan contento de tener sangre italiana en mis venas), los italianos -digo- han acuñado la palabra sombra de eurocomunismo. Su éxito ha sido grande y aquí ya la tenemos adoptada. ¿Pero por qué no seguir? ¿Por qué no hablar de eurofranquismo, de eurocarlismo, o de europaletismo? ¡Qué sombras más placenteras pueden dar estas palabras! Porque esto hay que reconocerlo, con perdón de Demócrito. Un mundo sin sombras sería tan abominable como un mundo sin palabras. No en balde el pueblo ha inventado expresiones tan estupendas como las de buena y mala sombra para definir lo más íntimo del hombre. La cuestión será crear palabras: sombras de buena sombra. Pero corremos el riesgo de crearlas de mala y en último término de hacer sombras chinescas verbales que sólo Dios sabe para qué pueden servir.
A veces me pregunto qué significan las palabras masa, pueblo, soberanía. Todo lo que circula en el vocabulario usual. Las sombras son parecidas, espesas, compactas. ¿Pero dónde y cómo está el cuerpo que las proyecta? Contra lo que ocurre en el relato de Van Chamisso sobre Peter Schiemixhl y en el de Hoffmann, es más fácil encontrar sombras de cuerpos que cuerpos sin sombra, mondos y lirondos.
Yo no sé bien ya qué es un comunista, qué es un carlista, qué es un socialista o qué es un liberal. Sí veo sombras, palabras o palabras, sombras de cuerpos astrales ya inexistentes. ¿Y egos extraños cuerpos políticos que se proyectan a la izquierda y a la derecha? Sospecho que son el mismo, según les dé la luz de un lado u otro: pero no estoy seguro.
¡Qué mala sombra tiene usted! Puede que diga alguien al llegar aquí, si es que llega. No señor. Yo me he quedado como Peter Schiemihl, sin sombra. Sin poder proyectar mi yo con palabras: porque las hechas no me sirven. No me proyectan. Antes creía que sí, que tenía, como otras personas una sombra, porque me creía más o menos liberal, más o menos agnóstico, más o menos burgués. Pero aquellas sombras, palabras ya, no son ni fantasmas, ni apariencias.
La única consolación que queda es pensar que mejor es no tener sombra que tenerla unificada. ¿Qué quiere decir eso? El ejemplo está en el «unisex». Proyecte usted la sombra de un joven de veintidós años que estudia tercero de farmacia, la de una muchacha empleada en el Ministerio de Hacienda, la de un sacerdote y la de un futbolista y distíngalas usted. No se puede. Ahora a los viejos nos queda este raro sino de no tener sombra, porque no sabemos cómo utilizar el verbo. El hecho originador de la palabra queda lejos. Cuanto más lejos está, la sombra crece y la palabra se hincha como un globo... Pero puede estallar con un simple pinchazo de alfiler.
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