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Reportaje:Bolivia, a seis meses de la democracia/1

Una huelga de hambre cambió los planes de Banzer

La opinión pública boliviana está dividida hoy en dos grandes bloques: los que piensan que habrá elecciones el 9 de julio próximo, como el Gobierno ha prometido, y los que creen que los comicios no llegarán a realizarse. En torno a lo que significa la llamada a los bolivianos a las urnas y los resultados de la votación gira toda la atención del país y la de muchos otros de América Latina.El anuncio de las elecciones, hecho por el presidente, Hugo Banzer, supuso una auténtica convulsión nacional: después de trece años de presidentes militares y a pesar de los planes del Gobierno, que había fijado el año de 1980 como fecha para la normalización constitucional, desde el propio Palacio Quemado, sede de la presidencia, se anunciaba el adelanto del programa de democratización.

El anuncio electoral significó la inmediata dinamización de la actividad en todos los, órdenes de la vida boliviana, pero especialmente en el político: partidos, dirigentes hasta entonces silenciados y silenciosos, organizaciones sindicales, comenzaron a engrosar sus oxidados engranajes y a aparecer públicamente. Los periódicos, barómetros permanentes, detectaron un claro aumento de la presión política, y la sociedad boliviana, especialmente la urbana y la que vive en los grandes centros mineros, perdieron en cuestión de semanas el temor al activismo y a la participación. Banzer y su Gobierno, hasta entonces muy duros con sus opositores, les toleraron y en cierta forma les auspiciaron

Banzer, principal actor

La segunda etapa de la reciente historia boliviana tiene como principal protagonista al propio general Hugo Banzer, quien en un principio expresó deseos de presentarse como candidato a las elecciones. Su aspiración de ser un presidente elegido por el pueblo dividió a las fuerzas políticas e incluso a sus compañeros de armas. Para unos, la permanencia de Banzer al frente de los destinos del país, después de unas elecciones en las que su victoria aparecía a priori casi como incuestionable, apoyado por toda la maquinaria oficial, significaba simplemente el continuismo militar. Para otros, sobre todo para la gran burguesía enriquecida en los años anteriores, Banzer resultaba la mejor garantía de sus intereses.

Las presiones de los primeros debieron ser muy fuertes. Banzer (cuyo fracaso en las gestiones con Chile para recuperar parte de la costa perdida en la guerra del Pacífico le había colocado en una difícil posición frente a alguno de sus compañeros de armas), renunció de manera «espontánea y personal», según explicó a EL PAÍS el propio presidente en la entrevista que concedió a este periódico, a su candidatura «para dar paso a una nueva generación de bolivianos». Para quienes le conocen, el presidente Banzer sufrió un serio desencanto personal con su renuncia a la postulación presidencial. Pero si no salvó sus deseos como Hugo Banzer, sí trató de asegurar los del presidente de la República con el auspicio de la candidatura «oficialista» del general Juan Pereda Asbún, ministro del Interior y persona supuestamente designada en un principio por el propio Banzer para presidir las elecciones, si éste participaba como candidato. Los recelos manifestados en torno a la presentación de Banzer se trasladaron hacia su delfín, sin apenas modificar la situación.

El impacto de la huelga de hambre

En estas circunstancias se produce un hecho que, sin ninguna duda, ha cambiado radicalmente el panorama boliviano: siete mujeres, con algunos niños, esposas de dirigentes mineros depurados por el Gobierno, algunos exiliados, comienzan una huelga de hambre. En principio, la idean para llamar la atención sobre su situación personal, pero luego, con algunos apoyos, hacia más amplios objetivos: amnistía total, derogación de la ley de Seguridad del Estado, normalización sindical, regreso de los exiliados y desaparición de la presencia militar en las minas. Al principio, el Gobierno no concedió importancia al tema, y dejó entrever que no variaría los pasos dados hasta entonces (amnistía parcial, prohibición de regresar al país a más de trescientas personas, entre ellas dos ex presidentes, mantenimiento de la ley de Seguridad) y que no cedería a las presiones de los huelguistas.

Estos aumentaron por días. La huelga se extendió a las seis ciudades más importantes de la nación y aglutinó a universitarios, religiosos y sacerdotes, periodistas e intelectuales y a dirigentes políticos. El movimiento, sin precedentes, alcanzó difusión internacional y debilitó día tras día al Gobierno, hasta el punto de que no encontró otro sistema de terminar con el conflicto que hacer intervenir a la policía en el desalojo violento de los huelguistas de sus lugares de concentración. Otro hecho de suma trascendencia contribuyó aún más al deterioro de Banzer y su equipo: un grupo de generales retirados, entre los que se contaban algunos ex ministros, elaboró y publicó un documento durísimo, en el que pedían, lisa y llanamente, la renuncia del propio presidente Banzer y la vuelta de los militares a los cuarteles. El documento de los componentes de este grupo, llamado Topater, alcanzó de lleno al Gobierno. Banzer acabó cediendo, de la noche a la mañana: se promulgó una amnistía sin excepciones, se anunció la normalización sindical y se permitió el regreso de todos los exilados, sin ninguna exclusión.

En poco más de veinte días se produjo una radical transformación de las estructuras del país. Los bolivianos, catalizados por la huelga, tomaron conciencia de su poder y de su papel e hicieron que los acontecimientos fuesen muy por delante de las propias decisiones del Gobierno. Un día antes de que un decreto presidencial anunciara la libre actividad de los sindicatos, los dirigentes de éstos ocuparon sus antiguas sedes, expulsaron a los «coordinadores laborales» nombrados por el Ministerio de Trabajo. y anunciaron elecciones sindicales. Una semana antes de que Banzer llamara a los partidos para elaborar con ellos un plan de «pacificación nacional», sus dirigentes ya conversaban para establecer un frente común, opuesto a la participación de un candidato «oficial» en las elecciones de julio y dispuesto, incluso, a no participar en los comicios.

Recuperar la iniciativa

Este breve bosquejo de un tiempo que ocupa algo más de tres meses es totalmente necesario para comprender la actual situación de Bolivia y para tratar de aventurar hipótesis sobre lo que puede ocurrir en los próximos meses.

Después de los duros golpes recibidos durante la huelga de hambre y por el documento de los militares del grupo Topater Banzer trata de ganar tiempo y de tomar nuevamente la iniciativa. En sus declaraciones a EL PAÍS insiste en que no hay división en el seno de las Fuerzas Armadas y que el Gobierno está dispuesto a continuar, con toda energía, el proceso democratizador iniciado. De manera casi paralela anuncia sanciones disciplinarias contra los oficiales firmantes del documento, en el que se pide su renuncia. Los tribunales señalan juicios contra los dirigentes sindicales que retornaron a sus sedes antes de la publicación del decreto de normalización sindical, acusándoles de allanadores, y, al mismo tiempo, en una carta al pueblo, Banzer explica que la dispersión y atomización de los partidos políticos le impide formalizar el previsto pacto de «pacificación nacional» y llama a todos los bolivianos a la empresa común de «conquistar la paz social».

Todos estos son indicios de que el Gobierno que preside el general Banzer trata de aparecer como vigorizado y firme. Pero esta firmeza, salvo para personas ligadas o muy próximas al Gobierno, no existe.

Para los miembros del grupo Topater (algunos de los cuales son compañeros de promoción y han sido amigos personales de Banzer) y para la gran mayoría de los dirigentes políticos y sindicales, la presencia de un candidato oficial y de Banzer en el Gobierno y en el comando de las Fuerzas Armadas no son garantía de que el proceso electoral se realizará con limpieza. Algunos opinan, incluso, que sería preferible una postergación de las elecciones antes que su realización de acuerdo con la actual estructura. Otros (como el general Juan Ayoroa, miembro de Topater, ex agregado militar en Madrid y pasado a la reserva por Banzer seis años antes de la edad reglamentaria) insisten en que las elecciones deben realizarse en la fecha prevista, aunque presididas por una junta cívico-militar, para que no haya un día más de la permanencia precisa de las Fuerzas Armadas en un papel «no institucional».

En algunos sectores más sibilinos se apunta la teoría de que el actual clima de tensión política, que aumenta por horas, está en cierta manera auspiciado desde la misma cúspide del Poder, para, en un momento determinado, y en función de la «inestabilidad reinante», facilitar la suspensión de las elecciones y la continuación de fórmulas autoritarias de gobierno. No parece, sin embargo, que éste sea el propósito real del presidente Banzer, quien parece decidido a devolver a los militares a los cuarteles, dejando, eso sí, la organización del poder político en unos esquemas de su gusto moderado y superconservador.

Todo está en función del reparto y del equilibrio de las actuales fuerzas. Si la Oposición consigue unirse, sin fisuras graves, y formar un frente común que pida a Banzer su retirada de la presidencia y la no inclusión del general Pereda como candidato en las elecciones, el presidente no podrá posiblemente resistir la presión. Pero si el propio Banzer aprovecha la dispersión, se adelanta y consigue atraerse a parte de los dos partidos tradicionales de Bolivia (la Falange Socialista Boliviana y el Movimiento Nacionalista Revolucionario), que le ayudaron a derrocar al general Torres en 1971 y a consolidarse en el Poder, posiblemente consiga llevar adelante sus planes. Aunque ya no con la facilidad de antes. La situación ha cambiado radicalmente y Banzer no podrá hacer las cosas a su gusto. Tendrá que ceder si quiere conservar.

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