El arte de matar, versión legal
Está visto que el Senado no se anda por las ramas. Primero le han bastado dos horas para tumbar el Presupuesto General del Estado y remitirlo de nuevo a los talleres de la comisión. Ya renglón seguido, como quien no quiere la cosa, ha planteado un debate sobre la pena de muerte, que no es precisamente un tema navideño. El prurito de autoafirmación ha terminado por crear un estilo propio en la Alta Cámara, un cierto espíritu de contradicción, de. modo que los senadores se han puesto a desmontar el mecanismo de la moviola y se niegan. en principio a patrocinar la repetición de las jugadas más importantes del Congreso. En el Senado nunca se sabe lo que puede pasar porque todo está suspendido de la imaginación espontánea, marca exclusiva de la casa.La sesión parlamentaria sobre la pena de muerte se ha dividido en dos partes: la izquierda ha leído a la derecha la epístola moral a Fabio; la derecha ha recitado a la izquierda el discurso del método. Realmente el debate se ha establecido entre la conciencia y la oportunidad, es decir entre las razones del corazón que el cerebro no entiende y la lógica de la inteligencia que el corazón no escucha. La estrategia de la izquierda ha consistido en reducir la cuestión a su almendra más simple: dividir la asamblea en un problema de conciencia, llevar el tema de la pena de muerte al terreno de los principios, convertir la controversia en una definición, moral, manejar el resorte de las convicciones íntimas para que los senadores se definieran claramente como abolicionistas o no abolicionistas.
Villar-Arregui es un orador antiguo, de los que abren un trémulo de brazos crispados en el aire y machacan con el puño los finales del párrafo. Con un tono apasionado muy propio del caso, con unos argumentos llenos de fiebre moralizadora ha rebatido la pena de muerte desde el ángulo político y social. El socialista Gregorio Peces Barba ha criticado las medias tintas, la postura vergonzante. amparada en el procedimiento refugiada en la hipocresía de los plazos. El senador Navarro Esteban en un discurso brillante, de estructura marxista, que arrancó desde el oficio de Caín y terminó en el terrorismo industrial, en las sentencias de muerte de septiembre 1975, puso al desnudo la sicologia de Ia derecha frente a la pena capital, los criterios clasistas con que se administra, el pesimismo antropológico que la gobierna, esa legítima defensa de la sociedad que en el fondo no es más que un miedo irracional a perder los privilegios. En la discusión parlamentaria se jugaba una baza de sangre, una emoción morbosa de talante espiritual.
La UCD no ha entrado en este terreno. Todos los senadores, sin exclusión alguna, son gente fina, naturalmente. En el fondo todos estaban de acuerdo en que la pena de muerte es un sucio menester que se ejercita en la madrugada. Pero una vez puesta a salvo la conciencia y la elegancia, había que matizar. El portavoz de UCD, el señor Giménez Blanco, se ha cubierto con el manto de la Iglesia, que estaba allí como telón de fondo y ha recordado, remando, contra la sensibilidad, y la fineza de nuestra cultura, las razones de oportunidad. Justino Azcárate, lo mismo. Sánchez Agesta, igual. Y el ministro de Justicia, Landelino Lavilla, ha resumido el criterio de los suyos: la lucha entre la conciencia de los principios y la conciencia de la responsabilidad política. Finalmente Hamlet ha despejado la duda a córner rozando el larguero. El Senado no ha tomado en consideración el proyecto de abolir la pena por doce votos. Pero el es de muerte sólo calofrío de este envite moral le ha agitado un temblor.
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