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Arquitectura-pintura: nuevas posibilidades de la ornamentación

«La necesidad que experimenta el hombre primitivo de adornar su rostro y sus instrumentos cotidianos es la razón misma del origen del arte, el primer balbuceo de la pintura. Responde a una necesidad de origen erótico -precisamente la misma necesidad de donde surgen las sinfonías de un Beethoven-. El primer hombre que esbozó un adorno en la pared de su caverna experimentó e mismo placer que Beethoven al componer la Novena. Pero si el principio del arte permanece idéntico, la expresión varía a través de los siglos, y el hombre de nuestro tiempo que experimenta la necesidad de embadurnar los muros es un criminal o un degenerado. Esta necesidad es normal en el niño, que comienza a satisfacer su instinto artístico dibujando símbolos eróticos. En el hombre moderno y adulto, sin embargo, es un síntoma patológico.» Hemos querido comenzar nuestro artículo con este lapidario párrafo de Adolf Loos precisamente para forzar, jugando con la ventaja de una perspectiva histórica, una defensa del ornamento en arquitectura. Pero conviene que aclaremos una afirmación tan peligrosamente imprecisa. Somos conscientes, en primer lugar, del contexto histórico de las ideas de Loos, como las de casi todos los sectores más creadores del movimiento moderno en arquitectura, un contexto histórico que se caracterizaba por la perpetuación de delirantes construcciones de pastiche cuya sobrecarga ornamental, generalmente de pésimo gusto, suponía, sobre todo, un desafío insensato a las necesidades y las posibilidades de una civilización industrial de carácter urbano. Pues bien, teniendo en cuenta la realidad de ese contexto, nadie medianamente razonable dejará de comprender la reacción airada de Loos como aquellas otras del primer Le Corbusier o de la Bauhaus histórica, simples ejemplos ilustrativos, por lo demás, de una trayectoria generalizada en pos de «funcionalismos», «racionalismos", «purismos», etcétera, de vana especie. Téngase en cuenta, por otra parte, que el debate planteado entonces no era el simple resultado de una polémica entre estilos, modas o gustos, sino la pugna dramática por imponer a nivel de arquitectura, la aplastante realidad de una revolución industrial, cuyos temas de producción y funcionamiento exigían, a su vez, planteamientos revolucionarios. Ahora bien, tan cierta -tan «real»- era esta exigencia de renovación que no tuvo más remedio que cumplirse.En cualquier caso, hace tiempo que en nuestras ciudades los estilos históricos han pasado a la historia y cuesta trabajo encontrar un edificio cuyo ornamento no se disimule tras una función más o menos clara. Nada habría que objetar a un proceso semejante si, con él, no se hubiera también producido un consenso tan general acerca de la inhabitabilidad de nuestras ciudades, cuyo único testimonio relevante consiste en haber puesto en evidencia la capacidad de adaptación del hombre a un medio hostil. Obviamente, la responsabilidad de este mal no se puede cargar a la cuenta de la pérdida en nuestros edificios de los adornos y jeribeques de antaño, aunque sí el que, una vez admitidos los imponderable históricos de una civilización industrial de carácter urbano, se siga aceptando, pasiva e impune mente, sobreañadidos injustificables, como lo es, para el caso, la imposición autoritaria de prototipos de vivienda cuyo grotesco descarnamiento ornamental difícilmente puede hoy ya encubrirse como «sinceridad» o «funcionalismo», cuando, en realidad, está directamente señalando a intereses inconfesables y a una manifiesta incompetencia por parte de sus promotores. Por todo ello, aunque sólo una radical transformación social de la pro piedad del suelo urbano sea el único camino que abra unas mínimas perspectivas racionales de planificación, nadie, dada la situación, puede aplazar la incorporación activa de los ciudadanos en todos y cada uno de los problemas que intervienen en su paisaje cotidiano.

Pero como nos hemos estado refiriendo en este artículo, entre otras cosas, a las consecuencias de la reacción antiornamental del movimiento moderno en arquitectura, que equivocó un uso histórico ornamental con el sentido de la ornamentación misma, nos gustaría sacar aquí algún ejemplo concreto de las posibilidades actuales, si no de la ornamentación, por la sobrecarga de significación histórica del término, al menos de lo que se podría calificar como «maquillaje» de la arquitectura. Y el ejemplo no es otro que el de las posibilidades concretas de la pintura sobreponiéndose o subrayando los espacios arquitectónicos. Nadie puede desconocer esta propuesta en sus manifestaciones más elementales y vivas: las llamadas «pintadas». Pues bien, estas manifestaciones no planificadas de la creatividad anónima han servido para demostrar, desde el simple «grafitti» a la imagen pintada de elaboración más sofisticada, la capacidad de transformación inocua de un medio aparente mente inalterable. El asunto, claro está, no tiene que ver con el mejor o peor gusto de la pintada de turno y, menos aún, con la oportunidad de su mensaje, alude simplemente a las posibilidades de una participación colectiva anónima en la remoldeación de un paisaje urbano.

Pero, en este campo caben aún más cosas, como, por ejemplo, la pintura, el decir: «planificar» el revestimiento, el maquillaje, de un edificio. En cuanto a precedentes históricos tenemos, como más ilustres, los de determinadas fachadas del Renacimiento totalmente pintadas, a veces, por artistas tan importantes como los famosos especialistas Polidoro y Maturin. En la actualidad, parece renacer la moda, y ya no es raro ver en las ciudades europeas y americanas más importantes algunos ejemplos, más o menos felices, de esta práctica. En España, recordemos el escándalo suscitado hace algunos años por aquella fábrica pintada por Arranz Bravo y Bertolozzi. Menos escandalosa y, sin embargo, mucho más importante ha sido, por su parte, la experiencia de revestimiento pictórico que acometiera hace poco Gustavo Torner sobre la ingrata textura de unos bloques de viviendas prefabricados, logrando transformar por completo su imagen y corrigiendo su previamente defectuosa instalación en el paisaje. Podríamos seguir citando ejemplos, aunque, para terminar, quisiéramos referimos a uno muy reciente de Madrid. Se trata del edificio del paseo de Yeserías, número 49, frente al Manzanares. Lo queremos resaltar como un caso notable de integración arquitectura-pintura, plena de sentido: sobre los módulos de la ordenanza, los arquitectos -E. Pérez Pita y J. Junquera- abrieron un espacioso patio interior único donde tendrían que haber existido tres especies de «pozos» de tamaño mínimo; y en este espacio recuperado, cuyo tamaño posee una digna amplitud, es donde la pintora Gloria García ha recubierto, con formas ondulantes y con una alternancia cromática de rojo, verde y blanco, la estructura geométrica de las galerías y escaleras, así como la zona obsoleta del garaje.

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