Una victoria pírrica
Lo malo de la guerra, cinematográficamente hablando, es su fotogenia. En la pantalla viene a trasformarse en una mezcla brillante de violencia y técnica, más o menos justificada, o suavizada por todo género de acontecimientos históricos, alegatos o justificaciones. A medida que los medios crecen, a medida que las pantallas se amplían y el sonido llena la sala desde diversos ángulos, el espectáculo del hombre luchando contra el hombre se multiplica, a su vez, incluso en filmes pretendidamente antibelicistas como éste. Este pretende serlo en su balance total, en su desenlace, en el juicio de algunos de sus personajes. Apunta a la inutilidad del sacrificio de una operación mal planeada, lo cual viene a decir que, de otro modo, la guerra sería útil, válida y, por supuesto, estaría justificada, pues su moral vendría a depender del hecho de perderla o ganarla.Hoy día, las contiendas a cierto nivel se ganan antes que con la estrategia, la habilidad o el valor, por acumulación de medios. Tal política parecen haber seguido los productores del filme: acumulación de medios técnicos, millones y actores. El resultado ha sido algo así como una victoria pírrica, victoria al fin, pero a costa de sacrificar a los mejores. Del extenso y brillante reparto citado más arriba, sólo Dirk Bogarde y Sean Connery cumplen cometidos a la altura de sus empeños habituales; el resto prestan su nombre y rostro como oficiales disciplinados, degradados en aras de la victoria final, a nivel de soldados rasos.
Un puente lejano
Guión de William Goldman, según la obra de Cornelius Ryan. Fotografia: Geofrey Unsworth. Dirección: Richard Attenborough. Intérpretes: Dirk Bogarde, James Caan, Michael Caine, Sean Connery, Hardy Kruger, Laurence Oliver, Ryan O'Neil, Liv Ulman. Gran Bretaña. Bélico. 1977. Local de estreno: Amaya.
La historia, realizada por un viejo actor, no se muestra con ellos demasiado misericorde, aunque reparta méritos a un lado y otro del Atlántico, entre un coronel inglés y un soldado americano. De este afán por quedar bien con todos, servidumbre de tal tipo de espectáculos, se resiente, a la postre: por un lado, nos muestra el heroísmo de unos pocos, con una sinceridad y un rigor apasionante a ratos, luego, nos recuerda que su sacrificio resultará inútil, a la postre, no se sabe si en este caso particular, o en cualquier tipo de tales confrontaciones. Todo ello, unido a un afán de no dejar ningún cabo suelto de la historia, viene a hacer vacilar la narración, frenándola, arrastrándola por demasiados caminos a la vez, secundarios y opuestos, difíciles de seguir para los no iniciados en este tipo de temas bélicos.
Los grandes generales solían vencer a sus adversarios con valor e inteligencia. Richard Attenborough no es ningún Alejandro, evidentemente. Ha invertido los papeles, sin conseguir alcanzar ese último puente a que el título alude. Ha contado con un equipo monumental, mas le ha faltado el valor o la sabiduría suficiente para ser claro y apuntar a una idea concreta, razón primera y fundamental para alcanzar el éxito en las batallas de la vida y el arte.