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Tres horas de paro en los cementerios madrileños

En los cementerios madrileños la normalidad comenzó poco después de mediodía, hora en la que un grupo de trabajadores de Comisiones Obreras se desplazó al cementerio de Carabanchel para comunicar a los trabajadores que el gobernador civil, según informó Comisiones Obreras, había llamado a Marcelino Camacho para decirle que de no reanudarse el trabajo mandaría a la policía para detener a los trabajadores. Ante esta situación, y puesto que dos inspectores de policía, al parecer, se habían presentado en el cementerio de La Almudena para que los huelguistas fueran a la Dirección General de Seguridad, orden que posteriormente fue anulada, los empleados se incorporaron poco a poco a sus trabajos.

«Ganamos 6.000 pesetas de sueldo base»

Durante toda la mañana, y en especial en el cementerio de Carabanchel, los familiares de varias personas que tenían que haber sido enterradas, ante la negativa de los trabajadores, calificada de inhumana actitud, intentaron manifestarse con las coronas de flores de los fallecidos en dirección a la plaza de la Villa. Sobre las doce y cuarto de la mañana fueron disueltos por la policía, que les avisó de que se estaban cursando órdenes para que se realizaran los entierros.Ayer, los sepultureros del cementerio de La Almudena, donde se inhuman entre sesenta y setenta cadáveres por día, se declararon en huelga en petición de mejoras salariales y sanitarias. Pero a media mañana volvían a su trabajo, «para evitar, por todos los medios, que el pueblo de Madrid pague los errores del Ayuntamiento». Á las dos de la tarde ya se apreciaban en el enorme cementerio las señales de vida propias de un día cualquiera: los llantos de los deudos y el siseo de las paladas de arena, invariablemente seguidas de un ruido vago. A pesar de ello, los enterradores están decididos a seguir pidiendo más dinero del que reciben, convencidos de que las 6.000 pesetas de sueldo base a que tienen derecho hoy son una prueba de que enterrar a los muertos sigue siendo una obra de misericordia, sobre todo para los sepultureros. «Queremos que se nos conceda un tratamiento económico equivalente al que se da a los obreros de la construcción: pedimos 15.000 pesetas de sueldo base por varias razones. Baste con resumirlas diciendo que los complementos e incentivos pueden sernos retirados cuando el Ayuntamiento quiera, y que sí sufrimos un accidente de trabajo, un sueldo tan ridículo es lo menos parecido a una garantía, y que tampoco vale de mucho a efectos de jubilación, y que hoy en día por 6.000 pesetas no se puede comprar ni una caja de muerto.» Convencidos seguramente de que no tenían mucho que perder, los sepultureros se habían juramentado para seguir pidiendo lo que consideraban indispensable, «como nos hemos propuesto repetir nuestra huelga a mediados de enero si la situación no se resuelve inmediatamente».

Cada día llega a La Almudena más de medio centenar de cadáveres, muchos de los cuales deben ser inhumados inmediatamente por prescripción sanitaria. Los enterradores se dividen en equipos de tres individuos y afrontan la tarea inicial de vaciar las fosas en las que luego irán disponiendo, uno sobre otro, cuatro o cinco ataúdes, apenas separados por una ligera capa de tierra. Pero esta exposición no constituye un exponente de la dureza de su trabajo; es preciso recordar que los sepultureros tienen que enterrar a los muertos, cuales quiera que sean las condiciones atmosféricas y, sobre todo, que cada año se abre un ciclo de exhumaciones para vaciar sepulturas. A mediados de enero, los equipos de zapadores tienen que invertir su habitual ocupación: desentierran los cadáveres para efectuar los traslados, bien a los nichos, bien a las sepulturas privadas.

«Esta es la peor parte de nuestro trabajo: tenemos que coger a los cadáveres en brazos. Puede que resulte macabro decirlo; sin embargo, la gente debe saber que 6.000 pesetas de sueldo base nos obligan a transportar cuerpos que llevan enterrados de uno a cinco años. Llegado el momento, hemos de subimos las mangas de la camisa y hacer los traslados a mano limpia, sin ninguna precaución sanitaria. Ni disponemos de guantes, ni de ninguna vestimenta que garantice siquiera una elemental profilaxis: nuestra única medida posible de higiene consiste en que nos lavamos las manos en el agua que hemos recogido en el cuenco de una carretilla de mano. Algunos de nosotros solemos ocultar en nuestras casas la verdadera naturaleza de nuestro trabajo, por temor a inspirar asco a nuestras familias.»

Piden un vestuario, una ducha y quizá algún reconocimiento de que su trabajo, que es una inclemencia en sí mismo, está por encima de otras inclemencias.

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