¿Cuanto vale la vida de un hombre?
PARECE QUE no haya semana sin que la convivencia española seconmueva con una víctima de la violencia. Los periódicos dicen que desde el 15 de junio -fecha de las primeras elecciones, democráticas en España tras la guerra civil- al menos dieciséis personas perdieron la vida por arma de fuego o explosión de bomba. Pero las estadísticas no son homologables. Es imposible equiparar el alevoso asesinato de un comandante de la Policía Armada por terroristas de ETA o la salvaje acción de los terroristas de la extrema derecha con la actitud, no siempre responsable, de algunos miembros de las fuerzas del orden en la represión de desmanes callejeros. Sólo el hilo brutal de la violencia es capaz de conectar todos estos hechos entre sí, motivados por causas y fines sin duda diferentes, pero que acaban, a la postre, en un mismo resultado: el desprestigio del único sistema político que, con todos sus defectos, se esfuerza por respetar los derechos del hombre y la inviolabilidad de la condición de ciudadano.La sociedad política española debe despojarse de maniqueísmos a la hora de juzgar lo que sucede. La violencia armada es Algo que va contra la convivencia en una democracia de signo pluralista. La democracia es, precisamente, la sustitución de la metralleta por el diálogo. El terrorismo y la algarada deben ser, por eso, no sólo condenados, sino perseguidos y castigados, y la sociedad precisa unos cuerpos armados que la defiendan.
La necesidad de unas fuerzas de orden público preparadas y efectivas no puede ser discutida -de hecho no lo es- por nadie sensato. La extensión de la protesta contra los llamados cuerpos represivos resulta, las más de las veces, fruto de la demagogia o la utopía.
Pero no siempre. Hoy, hasta las llamadas personas del orden deben protestar también por la frecuencia con que en este país hacen uso de las armas de fuego quienes están autorizados para ello. La argumentación, de que una protesta semejante podría minar la moral de los guardianes del orden no debe acallar las voces que se alzan en este sentido. La moral de las fuerzas no puede basarse en la ocultación de los errores y hasta de, los posibles delitos de algunos de sus integrantes. Antes bien, debe asentarse sobre el apoyo y la credibilidad del pueblo al que sirven. No obstante esto, apenas hay vez que los guardias disparen en que el Gobierno no les dé automática e inmediatamente la razón. Y, sin embargo, puede haber guardias que disparan sin ella. No estamos diciendo qué en Tenerife o Málaga, por señalar los casos más recientes, haya sido necesariamente así; estamos señalando el permanente síndrome autoritario que lleva a nuestros gobernantes a anteponer siempre lo que llaman las razones de Estado al valor de la vida de los ciudadanos. Cuando en una democracia no hay mayor razón de Estado que la vida de quienes la integran, ni tiene más causas de ser un régimen político corno el nuestro si no es en defensa de losderechos del hombre. El derecho a la vida, el primero de todos ellos.
El manto de silencio que habitualmente se cierne después de hechos como los señalados, la remisión de los casos a tribunales militares, por razón del fuero de los integrantes de los cuerpos armados, y la irritante sensaciórique ofrece el Gobierno de no querer reconocer que no sólo hay ciudadanos que se equivocan o se extralimitan, sino también policías que abusan de su autoridad y su fuerza, no contribuyen, desde luego, ni a mejorar la imagen de las fuerzas de orden público ni a potenciar la credibilidad del actual sistema político.
Los españoles tenemos derecho a saber, y no sólo a través del Parlamento, quiénes y por qué en cada ocasión, de entre los integrantes de lag FOP, han hecho uso' de las armas que la sociedad les deposita para defensa de la misma. Y si ha sido, en efecto, en defensa de la sociedad o de su propia vida y no en un exceso de celo o en un abuso de autoridad como se ha abierto el fuego.
Si el Gobierno es consciente de sus responsabilidades entenderá que los desmanes del terrorismo ni justifican ni exoneran a los culpables de los desmanes de la autoridad. Es evidente que un policía tiene su arma para usarla si es preciso, pero es, cuando menos, desafortunado recordárselo'-como se ha hecho recientemente- desde las más altas instancias políticas del Gabinete. Porque las armas de los policías no tienen licencia para matar, y un cuerpo de seguridad moderno y preparado debe saber hacer frente al caos público y a la excitación ciudadana sin acrecentar ese caos ni atizar el nerviosismo.
En definitiva, no son los guardias, sino quienes les dan las órdenes, los responsables de esta situación. Los mismos que mantienen en lugares claves de la seguridad del Estado a personajes del más lúgubre estilo a lo Fotichet, para los que la tortura moral o física y la violencia pierden todo significado de degradación humana, y ante cuyos ojos no hay medio que no pueda justificarse por el fin que persiguen. La democracia es, sin embargo, la valoración ética de los medios: una forma de vida y convivencia en la que los derechos del individuo siguen siendo inviolables. Por eso hay que preguntar hoy públicamente a los señores ministros del Gobierno cuánto creen que vale la vida de un hombre. Cuánto vale, de hecho, en la España de 1977.
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