Europa y Portugal: punto de partida
LA UTILIZACIÓN que la extrema derecha portuguesa piensa hacer, el próximo 1 de diciembre, de un nuevo aniversario de la batalla de Aljubarrota (véase página 4) supone la primera agresión concreta, desde el país vecino, al espíritu inaugurado en las relaciones hispano- portuguesas con la todavía recientísima firma del nuevo Tratado Ibérico. En una convocatoria hecha desde las páginas de un semanario de extrema derecha, la escritora Vera Lagoa advierte a sus compatriotas que «vale más morir con honor, que vivir la innoble servidumbre del extranjero pérfido y cínico». El tono de la incitación recuerda tristemente a los discursos del penúltimo ministro de Asuntos Exteriores del régimen salazarista, Franco Nogueira, en los que se insistía con machacona reiteración en las «históricas intenciones» españolas de anexionarse Portugal.Bien es verdad que el llamamiento de este ultraísmo irredentista trasnochado parece, ahora más que nunca, llamado a desaparecer. Bien es verdad también que el «espíritu de Aljubarrota» siempre fue alentado desde la ultraderecha portuguesa -y eso es especialmente cierto, a pesar del Pacto Ibérico, durante los casi cincuenta años de régimen salazarista-, mientras que los pocos movimientos iberistas partieron, sobre todo a principios de siglo, de los sectores liberales y democráticos. Todo eso es verdad, pero no es menos cierto que el portugués medio nace con una «hipersensibilidad» arraigada hacia todo lo que, a sus espaldas, pueda jer interpretado como una amenaza a una independencia conseguida hace ya ocho siglos.
Ese especial sentimiento era claramente perceptible en los primeros momentos de la Revolución.del 25 de abril. Dos factores nuevos inquietaban en particular: la pérdida, con la descolonización, de una proyección ultramarina que eludía la necesidad de mirar demasiado hacia atrás; y la alteración, con el movimiento militar de 1974, de la ecuación salazarismo-franquismo. La pequeña y naciente democracia, abrumada por una crisis política y económica sin precedentes, no tenía fronteras más que con un país cinco veces mayor donde todavía imperaba la dictadura. Expresando este sentimiento, uno de los cantantes de la Revolución se lamentaba en una de sus composiciones: « Portugal es un país entre España y el mar. »
Por eso, todos los Gobiernos portugueses desde abril de 1974, de un signo u otro y sin excepción, han hecho hincapié en la necesidad de un nuevo tipo de relaciones con España que diluyese los viejos recelos históricos e inaugurase una nueva época de colaboración y amistad. Esa afirmación estaba presente en todas las declaraciones de los Gobiernos posrevolucionarios aunque su validez fuera en ocasiones puesta en entredicho corno en el caso del saqueo e incendio de la embajada española en Lisboa, en septiembre de 1975. Portugal está a punto de saldar los costosos -daños de un incidente provocado por una ínfima minoría de sus ciudadanos y en el que colaboraron también extremistas españoles exiliados del franquismo.
En este contexto, la declaración del artículo segundo del nuevo tratado, referente a la «inviolabilidad de las fronteras comunes (que son todas, en el caso portugués) y a la integridad de sus territorios». que parecería superflua entre dos países firmantes de la Carta de las Naciones Unidas, adquiere un especial significado. Ahora, la ultraderecha nacionalista portuguesa tendrá que buscarse otros motivos para atacar al Gobierno constitucional de su país, al tiempo que se frena, del lado de acá, cualquier hipotético deseo expansionista. Hacer desaparecer de una vez para siempre pasadas incomprensiones nojo es todo en un tratado que se llama de Amistad y Cooperación, pero es un buen principio. Ahora hay que llenar de contenido ese marco definido en el tratado con acuerdos concretos. El tiempo de las «buenas palabras» debe darse por liquidado.
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