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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La Constitución y los políticos

EN LOS medios parlamentarios reina la indignación ante la filtración de los 39 primeros artículos del proyecto de Constitución. No resultaba, sin embargo, difícil prever que ese «pacto de silencio» terminaría, más temprano que tarde, por ser roto. Son demasiadas las personas -miembros de la ponencia, parlamentarios y dirigentes de partidos- que han tenido acceso a ese material. Y si la indiscreción y frivolidad no fueran -como resulta probable- explicaciones suficientes para explicar la filtración, siempre cabe avanzar otras hipótesis: por ejemplo, el temor de algunos congresistas de que las dos lecturas que aún tiene que hacer la ponencia trajeran consigo modificaciones sustanciales como consecuencia de la presión ejercida por las direcciones de los partidos sobre sus representantes en la comisión.En ocasiones anteriores hemos advertido contra los peligros de una campaña de desprestigio y desvaloración del Parlamento. Hay un movimiento iniciado contra las instituciones representativas elegidas por sufragio universal el pasado 15 de junio. A medida que la crisis económica haga sentir sus consecuencias sobre los niveles de vida y empleo, la falacia de emparejar democracia y descenso de la capacidad adquisitiva, y de casar al autoritarismo con la prosperidad, adquirirá mayor resonancia y afilará su fuerza de convicción. A los demócratas corresponde el deber de defender el incipiente sistema pluralista mediante el esclarecimiento de las causas de la situación económica actual y la valoración positiva de los derechos cívicos y las libertades recién conquistadas. Y los primeros que deben cumplir con ese deber son, precisamente, los parlamentarios.

Desgraciadamente, durante los cuatro meses de actividad del Congreso y el Senado, los representantes de la soberanía popular no han estado siempre a la altura que las circunstancias y el mandato de los electores exigen. La publicación de los 39 primeros artículos del borrador de la futura Constitución es una prueba más de que nuestros parlamentarios oscilan entre la nostalgia de las Cortesorgánicas y las costumbres adquiridas en las tertulias conspirativas de café.

Ya fue grave la decisión -por lo demás, imposible de aplicar, como han demostrado los hechos- de transformar la ponencia constitucional en un cenáculo con un juramento de silencio. También es preocupante que el calendario de trabajos aplace probablemente hasta el otoño próximo el referéndum para la aprobación de la Constitución; porque todavía quedan dos lecturas en la ponencia del silencio (que entretendrá a los conjurados dos o tres semanas), el trámite de las enmiendas y los debates en la comisión del Congreso (que ocuparán el primer trimestre de 1978), la discusión en el Pleno del Congreso (que fácilmente durará un mes) y la melancólica repetición en el Senado de los mismos trámites (que llevarán hasta comienzos de verano los trabajos).

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Pero resulta todavía más alarmante que esos artículos filtrados a la prensa confirman los temores de que nuestros parlamentarios han sido atacados por la enfermedad corporativa típica de las instituciones representativas que comienzan su decadencia antes, incluso, de haber llegado a la infancia: la aberrante creencia de que la vida democrática consiste tan sólo en elegir a diputados y senadores para que éstos, luego, se constituyan en un universo autárquico, separado de los electores y cerrado a cualquier ayuda o asesoramiento.

Ya la aprobación del Reglamento del Congreso fue una señal de alarma sobre la deficiente preparación técnico-jurídica de nuestros legisladores. Ahora, el borrador de proyecto constitucional pone todavía más de relieve ese bajo nivel teórico, pele a que en la ponencia figuren dos catedráticos de Derecho Constitucional. Sin sentidos tales como el incluido en el artículo 1 («La soberanía reside en el pueblo, que la ejerce, de acuerdo con la Constitución.») o peticiones de principio como el rechazo de «los casos de abuso y desviación de poder» (artículo 13), navegan en un mar de imprecisiones técnicas y prosa burocrática. No se trata, por supuesto, de pedir originalidad o genialidad a la futura Constitución; pero sí se pueden exigir los niveles de decoro y rigor apetecidos.

La historia constitucional de las dos posguerras europeas abunda en ejemplos de textos constitucionales; redactados por profesores y expertos sin filiación partidaria, a quienes se encomendaba la tarea de fijar por escrito, de manera clara, rigurosa y coherente, los acuerdos de principio a que habían llegado los políticos. Los borradores pergeñados por la ponencia pueden tomarse como un acuerdo -satisfactorio- de base entre los partidos; pero si no son entregados a los técnicos en Derecho que puedan convertirlos en un texto preciso y congruente, la ley fundamental de nuestra convivencia será un verdadero adefesio, carente de viabilidad práctica.

En cuanto a la historieta del secreto desvelado, sugeriríamos a los parlamentarios que se ocuparan menos de descubrir a los malvados autores de la fechoría que de rectificar el error de base que ha dado lugar a la incidencia. Porque si una Constitución no la pueden redactar los políticos (aunque sea su misión llegar a los acuerdos sobre la que trabajen los técnicos), todavía menos pueden elaborarla en las sombras de los despachos y a espaldas de los ciudadanos. La defensa de la democracia y de las instituciones parlamentarias empieza precisamente por la incorporación a la vida política de todos los españoles, por la participación generalizada en las tareas de la actividad ciudadana, por la voluntad de congresistas y sena dores de escuchar las voces de los electores y mantenerles informados de su actuación. Sobre todo cuando lo que anda en juego es algo de tanta trascendencia para el futuro de nuestro país como la Constitución.

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