El sortilegio del pacto
El Senido ha asumido el pacto de la Moncloa. El verbo asumir es una voz muy usada en siquiatría o en las curas por sicoanálisis. Ahora se ha puesto de moda en política durante esta travesía del túnel. Asumir es una palabra mucho más bella que la de encajar o tragar. Y esta vez le ha tocado al Senado, pero no es esa la cuestión, porque los próceres también están dispuestos a admitir de buen grado lo que no es sino un remedio de urgencia sin escapatoria. El asunto consiste en darse a sí mismo una sensación de libertad frente al destino; por eso los senadores se han permitido un suave garbeo dialéctico ante lo inexorable. Ahora la crisis económica es un hado en este país.El pacto de la Moncloa ha pasado por un segundo turmix verbal. Los senadores también están de acuerdo, excepto tres votos en contra y dos abstenciones, que son esos grumos que aparecen siempre en cualquier clase de salsa. El pacto está ya muy macerado de palabras, de modo que en el Senado se han repetido los diagnósticos, los argumentos, los análisis, las promesas, las advertencias, los toques de aviso y la administración de silencios. Igual que en el Congreso. Un frufrú de buena voluntad desmayada dulcemente sobre la moqueta roja.
Por otra parte, la dialéctica también se repite. La derecha habla del pacto como de una mercancía que necesita vender. De pronto ha descubierto que la gravedad de la situación económica se ha convertido en un sortilegio para fabricarse a su medida un alto el fuego. Y la izquierda, por su lado, admite el armisticio con gran resignación patriótica, limitándose a mandar unos observadores a las alambradas para inspeccionar el terreno de nadie. De Arespacochaga dice que hay que bajar los guantes y establecer una tregua; Calvo Ortega, del Centro Democrático, desenvaina un discurso monocorde en clave de fa y se gasta él sólo una hora para explicar los entresijos de la panacea. La Oposición se limita a hurgar en la herida: la desgracia consiste en que la crisis de las instituciones ha coincidido con la crisis de la energía, es decir, que Franco murió cuando el petróleo ya estaba carísimo. Encima, eso. Pero la culpa no es nuestra. La Oposición ha llegado a la clínica cuando el enfermo ya estaba en la UVI.
Benet habla de autonomía y de elecciones municipales. Cordero del Campillo, con un suave tono coloquial que cubre un interior de dureza, se limita a decir verdades como puños y castiga los bajos de la política del Gobierno, como quien no quiere la cosa, pidiendo perdón antes de cada tarascada. Fernández Alba, del Grupo Socialista, repite que todo está muy bien, que por ellos no va a quedar, pero que la derecha en la sesión de la tarde va a tener una buena ocasión de mostrar sus buenos sentimientos aprobando la ley Fiscal, de modo que hagan en favor de no largarse al bar, que no les entre un ataque de sed en el momento exacto de la votación.
Adolfo Suárez ha cerrado el acto con un discurso ritualizado. Puro pan comido. Con la mano izquierda en el bolsillo y con la derecha golpeando levemente el texto, ha hilado un canto a la esperanza ribeteando el drama con unas grecas de optimismo oficial, de alegría administrativa. Después se ha levantado un secretario en la tarima y con voz de pregonero mayor ha leído lo que se iba a aprobar. Y se ha aprobado.
Felipe González, acompañado de Enrique Múgica, ha asistido a la sesión del Senado encaramado en el palco lateral. Lo que se dice una cortesía. La austeridad monástica de esta casa ha impuesto una etiqueta en los modales y en la sastrería. Aquí no se ven pantalones vaqueros ni nueces al descubierto. En el Senado la corbata se lleva en el alma y sobre el esternón, cubriendo la procesión que va por dentro, camino de la tierra prometida que es la Constitución democrática. Antes del 15 de junio se hablaba de predemocracia. Ahora diputados y senadores repiten mucho lo de etapa preconstitucional. Y en esta travesía del desierto, el pacto de la Moncloa ha caído como un maná con sabor a vainilla.
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