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Editorial:España-CEE / y 3
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los problemas de ajuste

LA ENTRADA en la Comunidad Económica Europea impondrá transformaciones profundas en la estructura económica española. Todos los sectores productivos del país, y es de esperar que gran parte de los improductivos, se verán forzados a competir en un clima de libertad con empresas e instituciones cuyos criterios de actuación reposan sobre un nivel organizativo y una eficiencia general superior, salvo excepciones, a la media de las españolas. Pues bien, esta circunstancia, en lugar de asustarnos, debe aceptarse como un factor positivo: la experiencia enseña que los españoles rara vez hemos aceptado voluntariamente el someternos a un esfuerzo de racionalización y autodisciplina, pero que hemos respondido siempre superando cualquier dificultad qué proviniese del exterior.A un nivel más concreto es innegable que las posibilidades, de salir triunfantes de ese reto de la competencia serán tanto mayores cuanto mejor se haya aprovechado el tiempo que nos separa de la incorporación a Europa. En ese camino de perfección, el Sector Público, y dentro de él la Administración Central, deberían comenzar por dar ejemplo. ¿Qué va a significar para ellos la entrada en la Comunidad?

Sin pretender hacer un análisis exhaustivo, es claro que el funcionamiento de la Administración Central, y el ámbito de competencia de sus actuales instrumentos experimentarán cambios sustanciales. Señalemos sólo los más inmediatos y evidentes empezando por la política comercial. En líneas generales, la incorporación como miembro del Mercado Común además de suponer la desaparición del comercio de Estado, significa el abandono de la soberanía para negociar acuerdos bilaterales con otros países. Esto no es muy grave en una época en que los acuerdos bilaterales han pasado a la historia. Ahora bien, el ingreso en Europa, implica igualmente la renuncia a tener una política arancelaria propia; a partir, de un determinado momento nuestros aranceles respecto a los restantes países comunitarios serán nulos y frente al resto del mundo mantendremos la tarifa común.

Cierto también que esto tardará todavía bastantes años en suceder, razón por la cual lo más sensato sería que nuestras autoridades emplearan ese periodo de gracia para reflexionar sobre qué modificaciones sería conveniente a introducir en el actual arancel. El criterio básico debería ser el de considerar si la actual estructura del arancel es la más adecuada para reorientar recursos hacia la exportación -que, dicho sea incidentalmente, supuso en 1976 poco más del 13% del PNB-. Hoy en día nuestro arancel es un arancel proteccionista, tanto respecto a una serie de industrias, que se aseguraron hace tiempo esa protección -caso de la siderurgia, el calzado, los textiles- como de otras que la obtuvieron en su día por considerarles «industrias nacientes» -por ejemplo, el automóvil y los plásticos. ¿Debería el arancel seguir protegiendo esas industrias?

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Ligado al tema de la desaparición del arancel frente a los países comunitarios está la necesidad de contar con un sistema de valoración que nos asegure que los productos españoles se enfrentan a una competencia leal y que esos países no nos venden con dumping. Por otro lado, el actual sistema de licencias de importación habrá de experimentar cambios radicales, aumentando su automatismo y renunciando a ser un instrumento de control del flujo de compras en el exterior. A cambio, la simplificación del mecanismo de licencias liberará un personal técnico que podría emplearse en cubrir un área hoy poco atendida: la promoción de la exportación española, suministrando unos servicios profesionales que nuestras empresas necesitan.

El sistema fiscal debería experimentar también modificaciones de hondo calado. El impuesto de tráfico de empresas, típico «impuesto en cascada», tan poco útil, propicio a la defraudación y perturbador en sus efectos económicos, habría de ser sustituido por un impuesto sobre el valor añadido. No resultará tampoco factible el continuar con el actual sistema de financiación de la Seguridad Social, por cuanto supone un impuesto de incidencia, creciente -en términos generales puede afirmarse que una empresa española paga hoy en día allá Seguridad Social, en concepto de cuota, casi el 50% del salario real de cada empleado-. Y ello, no sólo por exigencias de adaptación, sino también por puro realismo económico.

Nuestro sistema financiero tampoco quedaría al abrigo de los vientos renovadores que soplan desde Europa. Cierto que el camino se ha iniciado ya -liberalización de una amplia gama de tipos de interés, eliminación gradual de los coeficientes legales que fijan el destino de un alto porcentaje de los activos de bancos y cajas, etcétera-, pero queda un largo camino que recorrer. Subsisten todavía muchas restricciones a la libre circulación de capitales que deberán eliminarse si se desea entrar en Europa.

Esos aires liberadores afectarán sin duda a otras parcelas de la actuación administrativa, forzando el pase a la reserva de muchas prácticas indeseables. Citemos algunos ejemplos. Es claro que el presente casuismo que Industria emplea para autorizar la instalación de nuevas industrias es incompatible con la existencia de unos criterios generales que definan tan sólo los principios básicos de esta parcela de la política industrial -obligatoriedad de observar una legislación anticontaminante o de respetar unas normas urbanísticas-. Igualmente, el Ministerio de Agricultura deberá resignarse a la desaparición del Servicio Nacional de Producción Agraria, ya que en Europa no existen organismos que, como éste, regulen el mercado. Monopolios como Tabacalera y CAMPSA tendrán que variar su enfoque y muchas de sus prácticas, aliminando el matiz proteccionista que hoy les caracteriza; al tiempo que expedientes dudosos como el canon de coincidencia, los monopolios administrativos en el sector del transporte y la protección excesiva a Renfe serán inconcebibles en el futuro.

Estas, y otras muchas cosas deberán, desaparecer si de verdad deseamos integrarnos en Europa. Ya decíamos que esa incorporación implica un reto difícil para la sociedad y la Administración españolas. Pero supone también, y en esto es necesario insistir, una oportunidad preciosa para reducir el ámbito de competencias de muchos ministerios, herencia de la lejana época de la autarquía y reorientar el peso específico de la cosa pública hacia lo que constituye su terreno de actuación: la defensa nacional, la policía interna, la administración de justicia, la sanidad, la educación, las líneas generales de la política económica y poco más.

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