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George Santayana, materialista ideal

Fernando Savater

El pasado lunes, día 26, se han cumplido veinticinco años de la muerte del gran pensador George Santayana, un español que paradójicamente figura como uno de los más importantes filósofos norteamericanos de este siglo. Lo mismo durante su vida que un cuarto de siglo después de su muerte, Santayana sigue siendo casi perfectamente desconocido en España, salvo para unos pocos especialistas en esa ocupación imposible, la filosofía.

Todo ha conspirado para su ocultamiento: en primer término, su escaso o nulo afán de notoriedad y su altivo desdén por cualquier forma de autopromoción; por otro lado, en un país pródigo en destierros dramáticos, suscitados por la ferocidad histórica, un exilio plácido como el de Santayana, fruto agridulce de circunstancias familiares y de una ingénita inclinación al cosmopolitismo, no está hecho para despertar la adhesión hagiográfica de ninguna bandería. Quizá el franquismo pudo intentar apropiarse uno de los pocos intelectuales ilustres que le había sido favorable durante la contienda civil, pero el franquismo era -es- iletrado y clerical, mientras que Santayana profesó siempre un sereno pero irrevocable materialismo.Por otra parte, poco en el pensamiento y el estilo de Santayana está hecho para provocar entusiasmos arrebatados: no es moderno, no se preocupa de los gustos del día ni aporta fórmulas a la páge para la tertulia cultural, no es exaltante ni violento en modo alguno. Sus libros son un tranquilo y reflexivo monólogo, elegante y un poco autosatisfecho, que expresa una visión global de la realidad de lucidez y verosimilitud impecables. Ciertamente no son características teóricas demasiado españolas, pero tampoco se las puede considerar como adecuado exponente del talante intelectual anglosajón: hay demasiado gusto por la forma literaria del pensamiento, por su validez estética, demasiado desdén por el ideal científico y progresista de conocimiento. Lo más justo es reconocer, como él mismo dijo en Breve historia de mis opiniones, que Santayana tuvo como objetivo «decir en inglés el mayor número de cosas no inglesas que he podido».

Santayana nació en Madrid en 1863. Sus padres, ambos españoles, se habían conocido en Filipinas, donde el padre fue funcionario gubernamental. Pero su madre era viuda de unas primeras nupcias con un americano, del que tenía hijos que había prometido educar en Boston, donde tenían un negocio familiar. Por eso Santayana se instaló a los nueve años en Norteamérica, estudió en Harvard, donde luego fue profesor, y escribió una de las más espléndidas prosas inglesas de su tiempo. Pero él siempre se sintió europeo en gustos y forma de ser: también realizó estudios de filología clásica en Alemania, con Paulsen, y a los cincuenta años se instaló en Inglaterra, donde vivió mucho tiempo.

Sin embargo, su moderado corazón estuvo siempre puesto en España, a donde venía casi anualmente, a su querida Avila, a Sevilla, donde no le faltaba su abono para la feria taurina de abril, a su Madrid natal... Bertrand Russell, que le conoció bastante, aunque sin congeniar demasiado con él, dice en sus Retratos de memoria que: «En todo aquello en que estaba interesado su patriotismo español desaparecía su usual apariencia de imparcialidad.» Un botón de muestra: tras la guerra civil pens ó instalar su residencia definitiva en Suiza, pero al enterarse de que las oficinas de inmigración de este país ponían dificultades en aceptar a los republicanos derrotados que allí buscaron refugio, Santayana, pese a sus simpatías franquistas, renunció airadamente a volver a Suiza ni de paso y se instaló en Italia. Y fue en Roma donde vivió sus últimos años, en el convento de monjas azules de Santo Estefano Rotondo; allí murió en 1952, de resultas de una caída al salir del consulado español, a donde había ido a renovar su pasaporte, y allí está enterrado, en el panteón de españoles del cementerio de Campo Verano.

Pensamiento filosófico

Santayana fue poeta: sus pulidos sonetos suenan algo excesivamente conceptuales, como una especie de Unamuno inglés y frío. Tiene, sin embargo, algunos poemas realmente espléndidos, como su desesperado y perfecto Cape Cod. También escribió una curiosa novela, El último puritano, ambientáda en Boston y numerosos y excelentes ensayos críticos sobre literatura clásica o contemporánea: Dante, Lucrecio, Proust, Goethe... Perosin duda,lo mejor de su obra pertenece al campo del pensamiento filosófico, cuya expresión más acabada es el intento sistemático llevado a cabo en Los reinos del ser. El materialismo de Santayana parte de lo que él llama la fe animal en la existencia de un mundo real y objetivo, independiente del conocimiento del hombre y previo a él. Todas las creencias, doctrinas o ideas de los hombres están sobreañadidas a esta realidad sustancial, que las provoca y a cuya nuda existencia resultan en último término superfluas: «A los ojos de la naturaleza, toda apariencia es vanidad y mero ensueño, puesto que añade a la sustancia algo que la sustancia no es, y no es menos ocioso pensar lo que es verdad que pensar lo que es falso.» Pero esto, lejos de invalidar las creaciones de nuestra ciencia y nuestra fantasía, es precisamente la raíz de su valor: «Las formas de las cosas son más nobles que su sustancia y más dignas de estudio; y los tipos que el discurso o la estimación distingue en las cosas son más importantes que las cosas mismas.» Ciertamente, toda nuestra vida «espiritual» es una producción de origen utilitario y autopreservador de nuestro cuerpo, pero el espíritu se remonta tanto sobre su génesis biológica e instrumental que acaba por ser el gran coloreador de un cosmos que nos ignora, la fuente de todo lo digno de ser amado: «Vivimos dramáticamente en un mundo que no es dramático.» Es la fantasía del hombre la que crea el argumento de una epopeya que, de otro modo, se hundiría en lo irrelevante. Las invenciones más arbitrarias y menos naturales del hombre, como el arte o la religión, son precisamente el auténtico sentido de la vida humana, el momento en que deja de ser afanoso esclavo de lo necesario para convertirse en señor del manojo de ciegas energías que es el mundo. En esta concepción del mundo, sin iusiones pero serena, resuena a veces sordamente, en tres líneas, la punzante angustia de Cape Cod. «Y entre pinos oscuros y por la orilla lisa / el viento fustigando. El viento, ¡siempre el viento! / ¿Qué será de nosotros?»

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