El terrorismo de la risa
Me pregunto si en estas circunstancias es lícito reírse. Cuando el hemiciclo de las Cortes está iluminado por el reflejo de una navaja barbera habrá que pensar qué sentido tiene el humor, la ironía o el sarcasmo contra este nido indefenso de pichones. Las Cortes no son, ni mucho menos, una trinchera medianamente fortificada contra los restos de la dictadura, sino una empalizada de cañas con el enemigo dentro a merced del estornudo un poco violento de cualquier prohombre. No crean ustedes que sería necesario un golpe militar con gran orquesta de espuelas para desmontar este catafalco de palabras. Bastaría que alguien con botas les pasara una tarjeta a los diputados con este aviso: por favor, a partir de mañana no vengan. A buen seguro que los padres de la patria se quedarían en casa. Tal es su grado de humildad o su convicción de pecado. Cuando estas Cortes están en trance de perecer por un simple catarro, hay que replantearse qué hace uno con el músculo de la risa.La libertad es realmente una tragedia, una hoguera de escombros donde purifican sus pasiones los habitantes de un territorio. Entre un paquete de medidas y otro paquete de goma-2 nuestra democracia está haciendo aflorar a la superficie la basura acumulada durante cuarenta años de silencio. Esta reforma rupturada es un pastel de muchos ingredientes, es una receta política que incluye el veneno y el antídoto y está programada para trabajar con método de resaca: una alternativa de corrientes a favor y en contra va dejando sucesivamente en el litoral una orla de despojos. Y lo que en una bacanal revolucionaria sería trabajo de un mes, lo que dura una zarza ardiendo, la reforma política lo va a convertir en un largo y nervioso itinerario de remedos y parches, presidido por la estética de la cataplasma. Es como si Baco en lugar de emborracharse sólo el día de su santo, hubiera decidido convertirse en alcohólico.
Este cambio crónico está vigilado desde una empalizada de cañas por unos parlamentarios que a su vez se ven amenazados, de un lado, por quienes intentan asaltar el palacio de invierno con guitarras y tenedores y, de otro, por quienes pretenden hacerle un raspado al hemiciclo aprovechando que la democracia sólo está de tres meses y este feto, según la teología, aún no tiene alma. Pero una cosa es evidente. Estas Cortes o estos palos del sombrajo son lo único medianamente democrático que tenemos. Yo me pregunto si en estas cirsunstancias es lícito reirse de un cojo.
El Parlamento es un organismo con la pata chula que trata de salvar las alambradas. Y la opinión pública está dividida en dos: los que creen que los diputados pierden el tiempo en tonterías y los que opinan que, pese a haber sido elegidos directamente por el pueblo, estos señores están asustados y el Gobierno los lleva a remolque como una máquina averiada. Aquí están los de siempre, los partidarios de Joselito y de Belmonte, los devotos de Frascuelo y de María, los aficionados al toreo de escuela sevillana o a la lidia tremendista con el salto de la rana, los que ante la putrefacción general de la economía piensan que los padres de la patria callan o hablan demasiado. No se sabe ya si al principio era el Verbo o si era la Acción, es decir, el debate parlamentario o la policía en la calle. La actitud del público frente a las Cortes revela el trazado de las viejas trincheras, de modo que, en su modestia, uno opina que atacar, ironizar o ridiculizar a esta buena gente por principio, como una obsesión, es una labor perfectamente reaccionaria.
Aguantarse la risa en estos momentos podría ser un deber patriótico. El IBM de la metrópoli ya nos ha perforado el programa: somos-un- país-que-avanza-con-dificultad-hacia-la-democracia. Sería una pena que este andamio de alfileres se nos desplomara por un simple estornudo. O por un chiste.
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