La hora de la verdad
Secretario general de Alianza PopularEn política, como en todo lo demás, llega la hora de la verdad. Un deportista puede decir a sus amigos que es capaz de batir tal o cual marca, pero llega un momento en que hay que salir a la pista y enfrentarse con el cronómetro. Un negociante puede convencer a determinados clientes para que le den dinero para tal o cual inversión, ofreciendo espléndidos beneficios; llega un momento inexorable en que hay que hacer la cuenta de pérdidas y ganancias. Los ejemplos pueden multiplicarse, y son necesarios, porque en la vida normal todos sabemos que los plazos se cumplen y los vencimientos, son inevitables. La política, por supuesto, es un reino en el cual se funciona con una dosis mayor de fantasía. Las ficciones y la prestidigitación aguantan más tiempo; la retórica tiene un campo reconocido; las relaciones públicas y la televisión la han perfeccionado. Pero la imagen, la famosa imagen, no, es, más que eso, un fantasma; puede imponer y asustar, pero no es una realidad, y cuando llega el amanecer, desaparece. Esa es la hora de la verdad.
«Los hechos son testarudos». Intenta uno negarlos, pero no sirve. Los hechos están ahí, y todos los conocemos. Hay una crisis económica seria; no falta uno solo de, los factores negativos: inflación alta, falta de productivdad, ausencia de inversión, grave déficit del presupuesto y de la balanza de pagos, endeudamiento exterior, descapitalización y endeudamiento de las empresas, hundimiento espectacular de la Bolsa. Hay una crisis social seria; desmontado frívolamente el viejo sistema sindical, sin haber preparado su relevo, hay cientos de edificios vacíos y miles de funcionarios mano sobre mano; los servicios de todas clases que daban a los trabajadores se han interrumpido; las nuevas centrales sindicales, en lucha por la afiliación, no tienen la entidad suficiente para dar esos servicios, ni la autoridad necesaria para actuar como interlocutores válidos en las negociaciones colectivas; aparecen entonces los «movimientos asamblearios», sus líderes improvisados, la subasta de las demagogias, las reuniones tumultuarias en que se vota bajo la presión, y los piquetes amenazadores y violentos. Hay una crisis seria del orden público, sobre la cual se da una información insuficiente; pero el número de manifestaciones desmadradas, de enfrentamientos violentos durante su celebración y al final, de cartas amenazadoras, de robos en casas particulares, de hurtos de automóviles, de violaciones, de toda clase de alteraciones de la paz ciudadana, de enfrentamientos con las fuerzas del orden, van en triste y dramático aumento. Hay crisis de la unidad nacional, que no puede confundirse con el legítimo deseo de descentralización y autonomía. Se quiere retroceder dos o tres siglos en la evolución nacional; se insulta a la bandera de la patria; se ignoran los asesinatos y los secuestros, y se quiere hacer héroes de quienes los planean y ejecutan. Y todo ello en medio de la improvisación, la debilidad y la presión; en vez de tratar las cosas seriamente y en las Cortes del Reino.
Estamos, en fin, en una grave crisis política, consecuencia de todo lo dicho y de la ausencia de unos planes claros y responsables del Gobierno. Si en todo tiempo el Gobierno está obligado a gobernar, es decir, no a un simple ir tirando, sino a presentar direcciones de marcha y programas congruentes, ello es más necesario que nunca en un período de transición. En lugar de esto, vemos a un Gobierno que no gobierna, una Administración parada y un partido de Gobierno que justamente porque está hecho desde el Gobierno no puede ayudarle ni conectarle con el país real. En vez de programas positivos, sólo se nos anuncian nuevas listas de concesiones sin contrapartida, mientras que desde otras posiciones se acepta todo, sin ocultar que se trata de puntos de partida para nuevas posiciones y exigencias.
Finalmente, en el plano internacional, las cosas están como cabe esperar de lo ya dicho. Al débil no se le ayuda, se le exige, se aprovecha la ocasión para sacarle nuevas concesiones. El famoso tema de Europa vuelve ahora a sus justos términos, como algunos habíamos advertido a tiempo: Europa no es sólo democracias, es muchas cosas más, y sobre todo un club de intereses. Francia quiere que entremos sin nuestra agricultura; Alemania, sin libertad plena para nuestros emigrantes; Inglaterra, rebajando la presión sobre Gibraltar, y así sucesivamente. Hasta el Consejo de Europa dice que quiere leer primero nuestra Constitución.
Las esperanzas que algunos manejaron ahora tienen que pasar la prueba de esos hechos inexorables. Se habló de que la economía, con un «modelo» mejor que el «desarrollismo triunfalista», iba a prosperar. Pues parece que no aparece el tal «modelo»; de momento se gasta más en todo y no se resuelve nada. Se dijo que las relaciones laborales, quitado el «corsé verticalista», se volverían más naturales, y el resultado, más positivo. Pues tampoco parece confirmarse, por desgracia. También se dijo que el orden público, al ser llevado con criterios menos «autoritarios y represivo s», se lograría con, menos enfrentamientos. Que se lo digan a las buenas gentes de San Sebastián. También se postuló que Ja unidad nacional, en cuanto aflojara el «férreo centralismo», se iba a perfeccionar; esperémoslo. En fin, que la política, con nuevos modos, haría a los españoles «justos, y benéficos». Estamos en ello.
No se trata, por supuesto, de fáciles recriminaciones ni de cómodos «lo dije». Mucho menos se trata de pretender que todo lo de antes era perfecto; he sido y soy un reformista. Lo que ocurre es que reformar es una cosa muy seria, y nada tiene que ver con la ligereza, el oportunismo y la improvisación.
Hablemos, pues, de lo que hay que hacer, de lo que podemos y debemos hacer. España está ahí, mirando ansiosa a sus gobernantes y representantes. Todos respondemos, cada uno según sus posibilidades reales, de lo que ocurra.
Me atrevo a hacer un puñado de modestas proposiciones.
En primer lugar, pienso que todos deberíamos hablar menos de generalidades y más de planes concretos. Es el momento del «mostrad cómo». Basta ya de tiramos a la cabeza grandes frases, como libertad, democracia, justicia, orden, etcétera. Digamos de una vez qué queremos hacer este año y el que viene.
Porque, en segundo lugar, de eso se trata. Hay que establecer un, plan a dos años, de ahora a septiembre de 1979. Un plan de seriedad, de austeridad, de ejemplaridad, de profesionalidad; no podemos seguir improvisando y dando bandazos. Ese plan debe comprender una Constitución realista con sus leyes orgánicas complementarias; un serio plan teamiento del orden público y del respeto a la ley, y un acordado enfriamiento de las cuestiones que no tienen solución a corto plazo. Todo ello con vistas a res tablecer la confianza y a resta blecer la economía, hoy al borde de la catástrofe.
En tercer lugar, es necesaria la coparticipación de todos los grupos responsables en la acción y en la responsabilidad. Ello no quiere decir que se haga, necesariamente, a través del Gobierno. Pero de un modo u otro tiene que haber pactos básicos de programa, de acción constitucional y legislativa, de tregua polémica y de carácter electoral. Sin lo cual el país seguirá deteriorándose y considerando que el sistema político no le sirve para sus necesidades reales.
Es la hora de la verdad. No es momento de engañar a nadie, y menos de engañarse a sí mismo. Es la hora de servir y de trabajar. Muchos son los que esperan la voz de marcha. Sepamos dársela, por lo que valgamos.
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