Los héroes toman café con leche
Una de las más importantes noticias de los últimos tiempos ha sido constatar que Carrillo no tiene rabo. Y la otra, que es muy listo. Después de un detenido análisis de laboratorio en los sótanos de Gobernación los forenses opinaron que la columna vertebral de los comunistas no se alarga más allá de la rabadilla. Pero hay otra cosa. El público ha comprobado con gran placer que los mitos clásicos también toman pinchos de boquerones. Como ven, a la política no hay más que dejarla sola.
Imagínense a un dios golfo y subversivo, ya sin peluca, que de pronto aparece en una taberna del ágora griega tomando el aperitivo, un consomé de sopa espartana, mezclado en una clientela de tiranos predicando la santa resignación o que un buen día se descubre que Saturno, aquel devorador de la derecha lechal, era vegetariano. Bien, ese es el espectáculo de Carrillo en las Cortes: ver a un demonio literario, bien atendido por el camarero, que no pide solomillo de fascista, sino acelgas rehogadas, un plato para estómago convaleciente.
Hace años uno pensaba que este país llegaría a ser normal cuando fuera posible encontrarse con Pasionaria en la sección de lencería fina en el Sepu un día de rebajas. Da igual. En vez de comprar una cremallera, Dolores Ibárruri hace el número de la dormición en el hemiciclo, macerada de paciencia, como una de esas ancianas de luto que se ven en las polvorientas estaciones de ferrocarril que espera un tren hipotético que llega con mucho retraso, un transiberiano tal vez, que cambiará de vía en Alcázar de San Juan. En el bar de las Cortes hay un friso de héroes delante de un café con leche; Camacho con esa pinta de estar tomando una novena de aguas; Ignacio Gallego, un andaluz aleonado, que disimula siempre con una sonrisa irónica y oblicua la tormenta de granizo que lleva dentro. Los comunistas han salvado el reconocimiento médico de anatomía patológica. La otra gran noticia sería comprobar que los comunistas, además de no tener rabo, resulta que tienen razón.
La moderación de los comunistas tiene sus raíces en el susto, es una filosofía de gato escaldado, un conocimiento real de este bebedero de patos en que se encuentra el país. En la sesión del miércoles en las Cortes el señor Carrillo subió a la tribuna con el jubón de Sancho Panza y explicó a una parroquia de quijotes doloridos una doctrina de mesón, de fonda camionera, un discurso de las armas y de las letras de cambio según la versión que traen los arrieros. Los comunistas se pasan el día con la oreja pegada al suelo, como los comanches obsesionados por los cascos del séptimo de caballería. Ellos creen en las postrimerías, en ese silencio pánico que precede al asalto del poblado. Y todo su programa ahora es una estrategia del oeste: que los demócratas se concentren en el fuerte, que las caravanas de todos los partidos se pongan en círculo.
La otra tarde en las Cortes el señor Carrillo habló como un miembro de la sociedad protectora de animales en una reunión de cazadores inconscientes que están nerviosos porque no se levanta la veda. El se limitó a dar la opinión del conejo, el punto de vista de la perdiz. La mitomatosis de la patria está tan extendida, la metástasis de la economía es tan aterradora que sólo puede solucionar este famoso caso un Gobierno de concentración. Con un lenguaje zumbón y con un perfecto dominio del entarimado, Carrillo, punteando el cielo con el dedo con una insolencia campechana, descubrió un principio de lógica matemática: aquí o nos salvamos nosotros o nos salvan. Se trata de un horóscopo a treinta, sesenta y noventa días. Pero la ventaja que tienen las profecías de ahora es que con un poco de buena salud y con eso de la penicilina cualquiera puede verlas. O no verlas, claro.
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