La tomenta que viene
Me ha gustado más que verlas venir, contemplarlas anticipadas. Probablemente es que el oficio periodístico dota más de olfato que de confrontación. Todo lo que está pasando lo estoy diciendo hace algún tiempo. Suscribo de «cabo a rabo» -aunque solamente en cuanto a diagnóstico- el último y admirable artículo de Juan Luis Cebrián, director de EL PAIS. El horizonte sombrío que personaliza Suárez era un hecho que tenia que producirse. ¿Pero qué se esperaba de Suárez? La historia, o los acontecimientos, producen sorpresas. Pero muy pocas los políticos. Ahora se ha desatado, espontáneamente y rectamente, un clima de recelos respecto a la eficacia como estadista o como gobernante de Adolfo Suárez. Permítaseme la mínima petulancia profesional de haber dicho todo lo que se está diciendo ahora, y mucho antes de sus posters en las vallas o en las paredes del país; y principalmente, de haber denunciado el defectuoso método de restaurar la democracia. No de traerla.La vocación política de Adolfo Suárez es su nota característica. Resulta conmovedora y emocionante. Pero las vocaciones políticas en cuanto que generan las grandes aspiraciones -como en este caso- necesitan una dotación y un equipaje. Adolfo Suárez es solamente un ejemplo de habilidades y destrezas a todo terreno. Sabe lo que quiere alcanzar para sí mismo, pero no se le ocurre ideológicamente o políticamente dónde ir. Es un producto muy típico de las últimas promociones del antiguo Régimen. Las respuestas políticas o ideológicas estaban dadas en el ideario de la Cruzada. Entonces, para muchos, solamente había un objetivo: alcanzar el Poder y gozarlo. Los que tenían preocupaciones ideológicas vivían desazonadamente en el Régimen -y este no es el caso de Adolfo Suárez- o se iban a la Oposición. Adolfo Suárez tuvo el gozo, y toda la expectación de poder, con el franquismo. Y la ha colmado sin el franquismo.
Mediante una demostración espectacular de esas habilidades alcanzó la presidencia del Gobierno; fue el elegido por la Corona. Y la Corona le instó a transitar por un camino hacia la democracia. Y echó a andar. La primera parte del recorrido pensó que podría llevarla gloriosamente adelante. Se trataba de convocar sencillamente a sus habilidades y destrezas para que todas las Españas en colisión estuvieran en el ruedo. Para eso tenía solamente que engañar un poco a todos. Ahora sería temerario decir quién ha engañado a quién. Todos se han engañado entre sí. Pero el caso es que todas las Españas en colisión estaban en el redondel.
La segunda etapa del camino era evitar, en unas elecciones generales, que alcanzaran el Poder los supervivientes de un franquismo archivable -aquellos que guardaban ciertas fidelidades ostensibles o discretas-; los competidores a la manera de Areilza, y los socialistas y comunistas. Mi artículo «Jaque al Rey», publicado en este periódico, parece que tiene ahora bastante actualidad. Ganó las elecciones, con los mecanismos persuasivos del Gobierno, poniéndose al lado un conglomerado de grupos políticos con fuerza popular mínima, y así tenía los dos respaldos: el de la Corona y el del pueblo.
Pero la tercera etapa sería la que daría la medida de su estatura política, y que no era otra que la de gobernar, y la de saber a dónde se va mediante la elaboración de una Constitución, y la fabricación de un nuevo Estado democrático. Pero para esto carecía de equipaje; y el tiempo de las habilidades había concluido. Había llegado el tiempo de los estadistas y de los gobernantes. Lo otro fue como la gran romería de la transición.
Pero el método, sin embargo, tenía que haber sido otro. Una vez que la Corona había decidido la ruptura o el cambio con el pasado, y la dirección era hacia una democracia, parece lógico que el político encargado de esta trascendental tarea se ocupara de obtener el gran pacto nacional entre las fuerzas políticas. Sencillamente la cimentación. En ese pacto se habrían examinado las dificultades y las esperanzas de un país hacia la democracia; se habría intentado liquidar, realmente, los factores desintegradores de la guerra civil, que harían imposible los deseos de reconciliación; se habrían convenido las bases fundamentales de una nueva Constitución; se habría procedido a identificar la sociedad cultural, económica y social que tenemos delante. Al Poder se le exigía saber, conocer, la naturaleza y el sexo de la democracia, y pfrecer este borrador, y ese itinerario, a las fuerzas políticas reales del país. Un estadista habría intentado hacer ese gran compromiso nacional, y nunca habría hecho lo que Adolfo Suárez, que era entregar a un país, defectuosamente informado, la construcción de un orden político al albur de unas elecciones generales, con una clase política de nueva planta, cuya mitad estaba solamente rodada en la ilegalidad y fuera de los problemas, y con cien incertidumbres encima de la mesa. Los gobernantes democráticos se hacen desde abajo, pero los sistemas políticos se fabrican desde arriba, por personas responsables y representativas.
Menos mal que la izquierda española daba un ejemplo de moderación no prevista. Pero otra cosa era su posibilidad de gobernar. La derecha es la que se dislocaba por tas herencias, las ambiciones, las insatisfacciones y los personalismos. Ahora empezamos a pagar la defectuosa arrancada. La solución que se apunta ahora para salvar los errores del pasado es la de un Gobierno de concentración. Y se hace el reproche a los socialistas de que no den facilidades para la consecución de ese Gobierno. ¿Pero por qué tienen que pagar los vidrios rotos del señor Suárez los socialistas? Ellos son una fuerza política e histórica que, después de cuarenta años de proscripción, tiene perfecto derecho a readaptarse a la legalidad, a la vida parlamentaria, al control de los actos de Gobierno, y a cuidar su imagen. Preferentemente a cuidar su imagen, porque son gentes nuevas herederas de un partido viejo, y suscitan una gran expectación. Un grave error ahora respecto al país produciría su catástrofe. A los comunistas todo este asunto apenas les importa, porque saben perfectamente que su futuro -en el caso de que lo tuvieran- sería para largo. Los comunistas aspiran a estar fuera, porque donde llueve es dentro.
Y, por último, como no hay homogeneización ideológica nacional, porque no hay Constitución, y esto va para largo, ¿qué objetivos puede cubrir un Gobierno de socialistas y centristas? Hasta que llegue esa Constitución aquí cada cual tiene que pechar con sus responsabilidades. Hay un partido en el Poder a quien le asiste una mayoría de escaños -aunque no sea considerable- en las dos Cámaras, y tiene que gobernar los problemas que tenga delante. Y hay un partido de efectivos muy considerables en los dos Parlamentos, que es el socialista, que debe hacer la Oposición a la manera como se hace en las democracias.
El caso es que el pueblo español no aguanta. En el Parlamento no se oyen los problemas que están en la calle. La anécdota es la noticia de los políticos y de los gobernantes. No se ha producido el entendimiento entre el mundo del trabajo y el mundo de la empresa con el Gobierno, en cuanto a las medidas económicas. El golpe de efecto de Suárez con Tarradellas en Madrid, dejando con la boca abiertaa los políticos y parlamentarios catalanes, ha conducido a la legitimidad de la Generalitat en el exilio, sobre cualquier otra iniciativa u opinión de Cataluña, y así el cese fulminante de Benet es, en cierto modo, una actitud lógica. El viaje de Suárez a Europa ha resultado contraproducente, porque lo que ha encontrado ha sido competidores irreductibles de nuestros intereses, y todo ello revestido de cordialidades inútiles. Las noticias del Norte son cada día más graves, y quien tiene el verdadero documento catastrófico de lo que nos sucede es el ministro del Interior, que se desayuna todos los días con ese informe reservado llamado «el canela» -por el color de las pastas-, que da una noticia triste de España que no llega ni en una mínima parte a los periódicos. Esto no funciona. ¿Y qué salida tiene esto? Sinceramente se abre una gran perplejidad. Esto tiene más culpables que salidas.
En buena lógica política, aquellos que no produzcan confianza, o no representen autoridad, no deben estar al frente del Gobierno de la nación. Entonces se impone una reconsideración política, primero en el partido gobernante, cuya situación se agrava al ser paradójicamente una Unión del Centro desunido; una reconsideración de las personas; y si esto no diera resultado, habría que pedir las asistencias necesarias hasta la Constitución, y luego disolver las Cortes. Esto podría hacerse con la colaboración del Consejo del Reino todavía. Se trataría de un nuevo Gobierno para un nuevo plazo de transición hasta la nueva Constilución y las elecciones generales subsiguientes. Y sí hay otras fórmulas deben decirse, o imaginarse, por quienes tienen las responsabilidades ante la nación. Por quienes aspiran a salir de este gran bache. El vicio de origen de esta democracia tiene, por el momento, un nombre: Adolfo Suárez. La fragilidad de su partido es una cosa de ellos, pero al país hay que darle soluciones urgentes.
El parto de una democracia en nuestro país no es fácil. Sinceramente es insuficiente el método de los posters. Siendo la democracia el sistema político más legítimo, es quien tiene la organización más complicada. Por otro lado, nuestro siglo XX nos ha puesto tantas emociones y resentimientos en las mochilas, que nos estamos equivocando de óptica, ideológica, para la democracia. Como no había apenas legislativo en el viejo Régimen, ahora queremos ponerlo de más; y precisamente lo que caracteriza a una democracia moderna es la de legislativos menos tensos, más córrectores y menos protagonistas, porque los Estados son comunitarios y precisan ejecutivos fuertes. Como existe más antifranquismo que democratismo en los políticos actuales, lo que estamos fabricando es una democracia anacrónica, una democracia antigua. Una reliquia.
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