"Así en la tierra": la misería del poder
La minuciosa descripción de una vieja fotografía, maltratada por el lápiz obsceno, sitúa al lector de Así en la Tierra en la maraña en que va a meterse, aunque él no se entere hasta bien entrado el libro. Y sirve para desatar los recuerdos que, en fin, van a constituir esta novela. Y si el, gesto de la mujer -lejano, terriblemente femenino, pero distante y agresivo- está acechado por esos dos hombres hoscos que aparentemente miran al perro y no al tobillo ni a la falda ancha, la mano adivina ha añadido, con el tiempo, el deseo terrible y destructor. La playa como fondo, y ya está esta oscura novela enmarañada de criaderos de perros, de gente silenciosa, paulatinamente más y más sombría, esa historia de celos, de poder, de mezquindad. Desde la perspectiva de un ser que es casi una sombra, que fue mero observador de los hechos, que nunca intervino sino para conocer y nombrar, Javier Fernández de Castro ha narrado una historia. La historia de un reino mínimo, de un cantón familiar, y las pasiones obsesivas que se desencadenan en tan estrechos márgenes: la historia de los cálculos siniestros, de la tela finamente urdida por el poderoso para construir no sólo su poder, sino las conjuraciones que podrían ponerlo en peligro, y la venganza terrible, inaplazable. En este ambiente cerrado, el triángulo amoroso es sólo un juego de niños, una metáfora que sustenta la amarga reflexión sobre la miseria del poder. Porque el contexto de esa granja, criadero inútil de perros de carreras, asolada a su vez por la maldición, el poder es demasiado pequeño, demasiado pobre. Y, sin embargo, las maquinaciones e insomnios resultan igual de urgentes, igual de deseables que si se tratara de un imperio.
Así en la Tierra
Javier Fernández de CastroBarral editor, Barcelona 1977
Irremediablemente, el tirano y su víctima se exigen mutuamente, porque el poder, desde esta perspectiva, es la condición humana. Y si uno se ha dejado tocar y corromper por la ambición, al otro le obligará la disciplina de la desobediencia. La naturaleza, la mujer, la maldición de las plagas que destrozan las esperanzas de uno y otro, la presencia en suma de la muerte, son el contrapunto de lo que finalmente aparece como el absurdo.
Con la naturaleza, escenario de ese amor adulterino, iniciático y mudo, las relaciones de los dos hombres son complejas. Y más, cuando la naturaleza son esos perros que traen la ruina en su vientre, cuyos nombres han quedado cambiados, y cuyo poder magnífico se enfrenta al pecado del hombre. Entonces parecen entenderse ellos, por distintos medios. Porque, mediando la doma y los cruces obligados, se trata de que el hombre domine el mundo. Y el resultado es la barbarie, la invasión de lo agreste, que se lleva, con la mujer muerta, la ruina de la casa y de la casta de perros, y la inexistencia definitiva de esas vidas espantosas.
La mujer paga cara esa escasa, silenciosa inocencia, porque en el cubículo de estos hombres y estos perros, en las dunas feroces de la playa, todo está contaminado. Ese es el final, que no salva nada. La naturaleza enemiga, es directamente irracional, pero el hombre, racional, trae con su razón ambiciosa, la desgracia al mundo.
El lenguaje también es, de algún modo, faulkneriano. Ese mundo reducido y finalmente estúpido se ha convertido gracias a una estructura narrativa compleja, que hace primar la narración recordada antes que casi todo -aunque muchas veces se detiene en gestos y momentos que son como claves hechas para buscadores de escuelas e influencias- en una desgarrada lección moral. La que invita al excepticismo ante cualquier forma de dominación y, también, ante cualquier posibilidad de rebeldía. Sólo el narrador, la figura que se acoda ante la foto pintarrajeada del casino de pueblo, queda libre para contarlo. Y eso a costa de desfigurarse, de perderse en el silencio. Y, al final, de justificar como razón última y única, la existencia de toda la tragedia.
Babelia
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