De la conquista de Valencia y de los temas bélicos
Tiempo atrás; con asistencia de los Reyes de España (y Reyes de Valencia, según expresión de Su Majestad) se clausuraron en El Puig las conmemoraciones del centenario de la muerte de don Jaime I, «el Conquistador».Entre los muchos actos culturales, trabajos escritos, conferencias y demás acaecidos estos meses, un servidor ha echado de ver alguna perspectiva básicamente «militar» que contemplase cómo «el Conquistador» dióse a la conquista de Valencia (a lo mejor, la ha habido y uno no lo sabe). No quisiera herir suspicacias, pero el mismo servidor, al comentar una tal ausencia en algunos niveles culturales y de prensa valencianos, ofreciendo su colaboración, encontró escaso eco. Así que hoy, acogiéndose a la hospitalidad de EL PAIS, aporta su granito en breve glosa, por si puede completar en algo el mosaico conmemorativo. De paso, se advertirá quizá cómo estos asuntos guerreros no son temas arcanos, sino entendibles a cualquiera, historias sugestivas que ojalá la humanidad ya no repita y queden así, precisamente: almacenadas cuidadosamente en el archivo de la historia.
La guerra es un conflicto resuelto en sangre, afirma Clausewitz. La guerra demuestra la poca realidad de la realidad empírica, sostiene el idealismo alemán. «Se aproxima el tiempo -decía Nietzsche- de la lucha por la dominación de la tierra.... que será llevada a cabo en nombre de doctrinas filosóficas fandamentales.» Y Hegel: «Solamente ante el riesgo de la vida se demuestra la libertad. Thomas Mann cimenta el orden del mundo sobre la fuerza de la «Pax Americana», imitando quizá a Goethe, que vio cómo el fenómeno más importante de su vida a Napoleón. Hegel y Goethe descubren (idea común) en el Imperador francés la fuerza de la razón y la racionalidad de la fuerza. Cuando el Corso desaparezca, esta idea errará hasta plasmarse, siglo y tercio después, en la bomba capaz de destruir la humanidad.
Glucksmann, uno de los «nuevos filósofos» franceses, expondrá dos teorías de la guerra: una «política», con raíz en Hegel, sobre la base del terror compartido, que se extiende desde Napoleón hasta el concepto norteamericano de «escalada»; otra «estratégica», derivada de Von Clausewitz, fundamentada en la superioridad de la defensa activa, de la guerra del pueblo, desde la Revolución Francesa o la Guerra de la Independencia española a la concepción del «tigre de papel ». Ambas teorías se representan hoy por norteameric anos y chinos, respectivamente, según Glucksmann.
Pero dejemos direcciones conceptuales para observar cómo la campaña de don Jaime I -cuando, truncada la política expansionista de Aragón en el sur de Francia, decide conquistar Valencia- pone de manifiesto la pervivencia de las líneas maestras del viejo arte de la guerra desde la batalla de Timbrea. Arte quizá el más viejo, y dramático, que, nos trae a la mente el orden oblicuo de Epaminondas, las campañas italianas de Gonzalo Fernández de Córdoba o la guerra del Rosellón de Ricardos.
El arte de la guerra
Los principios fundamentales de este arte no varían apenas con los siglos. La doctrina militar española actual venía enseñando que son: voluntad de vencer, acción de conjunto y sorpresa; y los factores de la decisión: la misión y la situación, ésta, a su vez, dependiente de los medios propios, de los del enemigo y del terreno. Todo ello de acuerdo con la «Doctrina Provisional» que ha regido veinte años, de 1956 a 1976. Desde el 29 de mayo de este año, la nueva «Doctrina» considera principios fundamentales la voluntad de vencer, libertad de acción y capacidad de ejecución. Acción de conjunto y sorpresa «descienden» a principios derivactos de los anteriores. Veremos en seguida que don Jaime el Vencedor siguió las normas maestras del arte.
Durante la campaña del rey aragonés para conquistar Mallorca (unos cuatro meses), Zayyan, señor de Valencia, ataca en su frontera norte, aprovechando que el enemigo cristiano la ha debilitado. No se estira hacia el interior del Maestrazgo, demasiado abrupto, lejos de sus bases de partida; sólo busca forzar, en su extremo oriental, la línea que fue fortificada para prevenirse de los almohades tras Alarcos -el «cinturón de seguridad», que dice el profesor Ubieto-, desde Albarracín a Tortosa. Así, el ataque se centra en la zona Peñíscola-Tortosa. Hacia dentro, apenas llega a sitiar Ulldecona, unos quince kilómetros al sur del Ebro, y a menos de diez del mar.
Estas gotas musulmanas colman el vaso cuyo derrame, decide la conquista del reino de Valencia. Son también la excusa que necesita el rey para exigir dineros y huestes a sus ricoshombres; la preparación sicológica, en resumen, que predispone a la guerra, necesaria el siglo XIII en Aragón, como lo ha sido en las guerras de Europa estos últimos cien años, desde la francoalemana del «soixante dix» a las mundiales del actual siglo. Y es que, en el Medievo peninsular -si se hace la gran salvedad del feudalismo-, el súbdito «cuenta» mucho, aún no ha llegado el absolutismo real, la lucha es de todo el pueblo (como en algunas guerras muy recientes).
Bendiciones y dineros
Don Jaime prepara su plan de batalla; antes que nada, busca aliados, ayudas espirituales y materiales: consigue que el papa Gregorio IX predique santa Cruzada contra el musulmán español y que sus súbditos le concedan el impuesto de «bovatge». Es decir, se asegura las bendiciones y los dineros, como podría haber hecho siete siglos después.
Desde el Ebro a Valencia hay unos 175 kilómetros, y el rey debe optar entre un ataque sucesivo a los bastiones que jalonan el camino o una penetración profunda, que es la elegida, y nos hace recordar la de Guderian en Francia, hace 37 años, muy diferente, pero similar, usando las grandes posibilidades de los medios modernos, las divisiones Panzer. Don Jaime no trata de envolver en un amplio círculo, como harían los alemanes, pero hay la gran similitud de «despreocuparse» de lo que deja atrás, de los enemigos, a sus flancos y espalda, con tal de tener organizado el suministro logistico de la flecha penetrante.
Decidido el avance profundo, siguiendo los consejos de Blasco de Alagón, se apunta a Burriana, lejana más de cien kilómetros y sólo a unos cincuenta de Valencia. A la espalda se dejarán - Peñíscola, Cervera, Chisvert, Pulpis, Morella y tantas otras plazas que se proveen del campo de Burriana, cuyas guarniciones deberán rendirse; como lo haría siete siglos después el Ejército francés, envuelto en la gran bolsa que se cierra en Dunquerque.
Se fija la primavera del 1233 para la gran expedición. (También la «Operación Barbarroja» de ata que a Rusia la fijó el Estado Mayor alemán para la primavera de 1941 -y volvería a atacar en las siguientes primaveras-, aunque se viese obligado a posponerla al verano por ayudar al ejército italiano, copado en los Balcanes.) Se talarán los campos de Jérica y Torres-Torres, y se sitiará Burriana.
La segunda etapa de la conquista se demora en dos años, hasta 1235, retenido el rey por otros asuntos políticos. Consistirá en una primera ofensiva contra las plazas fuertes que rodean Valencia (sitio sin éxito de Cullera, asalto a la torre de Moncada, al fuerte de Museros...), buscando aislarla material y moralmente, para después tomar una base de operaciones privilegiada (El Puig), que permita el asalto de la ciudad.
El Puig
El Puig o Anisa pudo ser la base que usó Rodrigo Díaz, «El Cid», para apoderarse de Valencia a fines del siglo XI: no en vano es la única altura importante que domina la ciudad por el Norte, a una docena de kilómetros. Los musulmanes valencianos la defenderán con todas sus fuerzas, y sólo en el verano de 1237 serán definitivamente desalojados, tras dura batalla, no sin que antes Zayyan desmantele su castillo, antes de retirarse (en miniatura, lo que harían los rusos, a escala de cientos de millas, frente a Napoleón, en 1812).
Don Jaime, al límite de sus fuerzas, reedifica el castillo de Anisa, lo deja guarnecido y regresa a Aragón por más tropas. Zayyan aprovecha para atacar la fortaleza, que defiende Bernardo Guillén de Entenza, muy inferior en número. Es éste un momento crucial para la conquista, pues la recuperación sarracena del Puig puede demorarla durante años. Pero los aragoneses vencen gracias a un arte que usaron seguramente Epaminondas, Federico el Grande y Napoleón: el ataque de flanco y la sorpresa, conjugados. Desde una ladera, de improviso, embisten duramente la vanguardia enemiga, los cristianos montando, además de sus pocos caballos, las acémilas de transporte. La retaguardia, muy fuerte, es presa del pánico y se retira en desorden hasta Valencia.
Don Jaime vuelve al Puig, donde sus gentes desean abandonar el castillo y aplazar la toma de Valencia. Flojea la moral, el rey duda, pero se impone al fin su voluntad de vencer, y hace voto de no volver a Zaragoza ni pasar del río Tortosa hasta que sea suya Valencia. Para infundir confianza a sus hombres -y amedrentar al contrario- hace venir a su esposa e hija, a fin de que todos vean cómo la voluntad es decidida e indomable.
En efecto, el espíritu de Zayyan se resquebraja, el rey consigue el objetivo, eternamente primordial, de herir la otra moral, la del enemigo. El musulmán, desde su ciudad bien amurallada, pide ya negociar. Don Jaime responde en modo que recuerda al de los angloamericanos frente al almirante Doenitz en mayo de 1945: «Cojamos la clueca y tendremos los polluelos.» No hay pacto.
El resto ofrece poca historia y es sustancialmente igual a cualquier otro asedio, desde Numancia o Sagúnto a Sebastopol. Zayyan busca ayuda hasta en el diablo: la pide al señor de Murcia, Ibri Hud, y al califa almohade Al Rasid, sin obtenerla. Ofrece entonces sumisión al emir tunecino Abu Zakariya, quien le envía doce galeras con armas, víveres y dinero. El bloqueo cristiano -como tantas veces en la historia- impide el desembarco, y sólo en Denia pueden dejar los norteafricanos provisiones y armas, regresando a Túnez. Cinco meses después, Valencia capitula. Zayyan se instalará en Denía y el vencedor, magnánimo como inteligente, le promete no hacerle guerra durante siete años en Denia ni Cullera.
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