Una reforma carente de entusiasmo
Se dice que es demasiado pronto para calificar de fracasada la reforma educativa, iniciada por Villar Palasí en pleno auge del espíritu tecnocrático, transcurridos tan sólo siete años desde la puesta en marcha de la ley general de Educación.Hay, sin embargo, demasiados síntomas de que tal reforma no funciona. Bastan para ello la referencia a las conclusiones obtenidas por la comisión de evaluación de dicha ley, suficientemente conocidas ya por todos.
Y aunque pueda parecer extremadamente audaz recordar, con este fracaso delante, aquel intento de revolución cultural que supuso la etapa republicana de Marcelino Domingo y Fernando de los Ríos, merece la pena fijar la atención en un aspecto de una reforma y otra en el que tal vez no se reforma para suficientemente. Nos referimos al apoyo con que necesariamente tendrían que haber contado los dos intentos, por parte no sólo de los estamentos docentes, sino, y sobre todo, por parte del contexto social de ambas épocas, particularmente por lo que se refiere a la actitud general de la sociedad hacia los cambios culturales.
Cualquiera de aquellos viejos maestros republicanos que aún viven, la mayoría de los cuales sufrieron las más duras purgas efectuadas por el franquismo triunfante tras la guerra civil, podría explicarnos la fe y entusiasmo con que se entregaron a aquella labor de renovación cultural y espiritual, impulsados por la demanda de un pueblo en estado de revolución.
Pero ¿cuál era, y todavía es el espíritu de un pueblo sumido en el largo y oscuro sueño de esos tremendos cuarenta años de vacío cultural y político? Con frecuencia se afirma, tal vez demasiado irreflexivamente, que las grandes reformas estructura les de la sociedad tienen que ir necesariamente precedidas por la reforma de la educación, olvidando que nunca son los maestros quienes hacen las revoluciones. Estos pueden ser los encargados, todo lo más, de sostener las. Era tan profunda la desesperanza, la apatía, la falta de fe en un sistema caracterizado fundamentalmente por su insistencia en mirar hacia el pasado, que indefectiblemente tendría que dar sus frutos en una radical falta de entusiasmo hacia todo lo que pudiera suponer una apelación a caminar hacia adelante.
Qué duda cabe de que había un deseo constructivo en la ley Villar pero es también evidente que los educadores que tenían que llevarla a cabo tendrían que haber contado con el apoyo de una sociedad entregada a una transformación en sí y desde sí misma.
Va a ser muy fácil, ya hay evidencias de ello, culpar a los maestros del fracaso de la reforma educativa, a su falta de preparación, a su incapacidad de adaptación a los nuevos métodos y técnicas; pero será necesario reparar antes en el estilo de sociedad en que se situaba una reforma que ha venido a caracterizarse, en definitiva, por el tradicional cambio de nombres de todas las reformas franquistas: profesor por maestro, evaluación por examen, EGB por primaria... y, allá en el fondo, la constante. frustración de la revolución pendiente.
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