¿Un Ministerio de Trabajadores y un Ministerio de Empresarios?
Hemos estrenado Cortes y Gobierno, en el marco de unas elecciones libres y democráticas, lo cual supone casi un trastorno de estilos y mentalidades. Hemos estrenado también la libertad sindical, teniendo, por fin, unos sindicatos no incrustados en el, aparato estatal y que, entre otros objetivos, asumen la defensa de los intereses de la clase trabajadora. Los empresarios, por su parte, van contando con organizaciones propias y autónomas. En tal contexto, como ya tuve ocasión de escribir en EL PAIS, lo esencial del cambio está en el tránsito de un monopolio estatal, en la regulación de las condiciones de trabajo, al fomento de la autonomía colectiva de las partes. El Estado ha de ser guardador del bien común y con tal óptica y vía Cortes, regular el marco esencial de las relaciones de trabajo en las que incluso hay opciones ideológicas de nivel constitucional. Hay que «desestatalizar» mucho y «profesionalizar» no poco.
Bajo el prisma funcional ello significa potenciar el convenio, la negociación, que incluyen la huelga, frente al hiperlegalismo. La ley marca los límites, reconoce la autonomía, señala mínimos, pero, en definitiva, deja a los protagonistas sociales la regulación de sus intereses. En esa regulación puede decirse, como constante sociológica del mundo industrial, que la clase trabajadora valora más lo que consigue con la lucha y el pacto que lo que se le otorga por decreto. Toda nuestra legislación de los años franquistas son un buen ejemplo para respaldar el aserto.Y durante todo ese tiempo, a pesar de la legislación otorgada, la clase trabajadora no se vio representada en los sucesivos Gobiernos, sin distinción de ministerios «sociales» y «económicos». El poder político se hermanaba con los detentadores del poder económico.
No digo que todo haya cambiado, pero en trance,estamos de notables transformaciones. Pero conviene tener muy presente, y más en los primeros pasos de la larga y dificil andadura democrática, que el Gobierno tiene un papel, las Cortes otro y las centrales el suyo específico, que en materia de trabajo es el fundamental. Y el papel del Gobierno ha de estar marcado, ante todo, por la coherencia y claridad de metas.
En el Gobierno no puede caerse en la burda tentación de apuntar la brújula de un ministerio hacia un sector y de otro hacia el antagonista y, peor aún, dar pistas falsas para que los interesados puedan sacar una interpretación de tal calibre.
El Gobierno Suárez, si como parece dar a entender con su programa económico, que me parece bueno en su conjunto, quiere enderezar la economía por rumbos de justicia y al menos estabilidad, ya que no prosperidad, no puede, ni por la tácita, organizar a manera de negociados de quejas y peticiones dos ministerios: uno para empresarios y otro para trabajadores. Para la real defensa de sus intereses ya tie nen unos y otros sus organizaciones. Que se potencien es lo que hace falta. El Gobierno ha de tener, y no, sólo -formalmente, un Ministeri,o de Economía y otro de Trabajo y no un ministerio de empresarios y otro de trabajadores.
Si bien es cierto que no todo lo socialmente deseable es económícamente posible, hay que preguntarse -tema de Cortes, para el marco general, y de las organizaciones patronales y obreras, para las acciones concretas- hasta dónde puede dar este pais, en lo laboral, con sus presupuestos económicos, y cuál es el modelo laboral que de modo realista se puede implantar combinandola libertad con la responsabilidad. Y en tal tiesitura hasta es posible que las acciones del Ministerio de Economía sean más «sociales» que las del de Trabajo. En ambos casos serán acciones de Gobierno. Lo económico es, simultáneamente, base y contracción de lo social, pero no fuerza opuesta. No tiene por qué.
Las centrales sindicales que están dando, con firmeza y buen hacer, los primeros pasos de la libertad, creo que desearán ser protagonistas de sus objetivos y de cómo y cuándo alcanzarlos. Con respeto a una ley flexible que propicie su acción, no que la sustituya. Pero no creo que deseen que el Gobierno, a través de su Ministerio de Trabajo les conceda o prometa algo cada día, pues de ser así, aparte je que no se lo van a creer, les deja en una Postura embarazosa con la base.
Comprendo que los años pasados han dejado un lastre en las mentalidades, incluso en las de los considerados demócratas, que, consciente o inconscientemente se puede concretar ahora en resucitar épocas pasadas de modelo laboral autoritario y/o paternalista. Hay que confiar en la mayoría de edad de los trabajadores y de sus líderes y dejar que practiquen el «juego so cial»; dando reglas dejuego, pero no jugando por ellos. De lo contrario, los programas de las cqntrales se van a quedar desplumados. No es hora de aplausos, sino de realidades y de trabajo.
Por otra parte, la materia laboral ha de ser contemplada en sus líneas directrices y de un modo global, y no parcial e improvisadamente. Y una vez que las Cortes -con las necesarias negociaciones previas con los interesados- den el marco, hay que respetar la autonomía co lectiva de las partes sociales. Y a lo mejor resulta que se rechaza el movelo alemán de cogestión y se prefiere el italiano, de reivindicación pactada y dinámica, en el que los trabajadores no desean, por inútil, representantes suyos en el consejo de administración. Y a lo mejor, les importa una higa elegir al director general de su empresa, deseando otras formas de control del poder. No lo sé.
La justicia social no está reñida, al contrario, con la productividad. Y aquí hay mucho que hacer en ambos campos. Pero, por favor, hagámoslo con coherencia, criterios democráticos y conciencia de que, por mucho que hagan o digan, difícilmente van a ser aplaudidos los ministros cuando cesen. El que lo acepten ya vale un aplauso previo.
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