Política, disidencia y marginación
El viernes 22 de julio asistimos a la inauguración escenográfico-televisiva de la democracia en España, a su «espectáculo» en el escenario de las Cortes. Mas, ¿puede la democracia encerrarse en un escenario y verse reducida a un espectáculo? Un «centro» que carece de programa y de unidad, constituido en su mayor parte por tránsfugas del franquismo que han apelado ante sus despolitizados electores a una continuidad sin continuismo, ha alcanzado publicitaria y más bien trabajosamente una mayoría en las Cortes; un «centro» que, con altas complicidades, y tras eliminar todo rastro de izquierda cristiana, ha fortalecido aún más la presencia de la Iglesia en el Gobierno mediante la elección de un presidente del Congreso perteneciente a la derecha democristiana y un presidente del Senado perteneciente al Opus Dei. «Centro» que, ahora, se dispone a ejercer el Poder complicando -como en todo régimen considerado democrático- en ese Poder a la Oposición. Ya tenemos, pues, constituidos un Poder y, como decía bien José Angel Valente en su excelente artículo de EL PAIS del 14 de julio, una «opción de Poder», que es la Oposición. Volvámonos a preguntar: ¿Queda con ese juego político Poder-Oposición acotado el campo de fuerzas de la democracia real, incluso aun cuando ornamentalmente se haya complementado el espectáculo con la inútil participación en él de un puñado de intelectuales? ¿En mi opinión, los intelectuales -a no ser que se trate de políticos intelectuales, como Tierno- no tienen nada que hacer en las Cortes y, desde esa postura y convicción, alabo la renuncia de Salvador Paniker a su acta de diputado, aunque hubiera sido mejor, a mi juicio, que no la hubiera obtenido por la UCD y mejor aún, claro, que no hubiese aceptado tal candidatura. Puedo hablar así porque he predicado con el ejemplo al hacer oídos sordos cuando Felipe González, con amabilidad que le agradezco ahora, desde aquí, por primera vez, ejemplificó conmigo su propuesta de una candidatura nacional de Senadores para la Democracia.)Evidentemente, las Cortes no ponen puertas al campo de la política. Muchas veces he hablado de la función crítica -o de «recensión», como dice Valente -que el intelectual, el disidente, el independiente en general, está llamado a desempeñar en la política; y junto a los «cronistas» de las Cortes, que ahora se estrenan, los diarios y revistas deberían habilitar habituales columnas a los «críticos» del Poder. El intelectual de hace unos lustros estaba sometido, según Raymond Aron, a la estupefaciente fascinación del marxismo. Digamos nosotros, con acentos menos sicodélicos, que por entonces pasamos todos por el marxismo. Hoy, en cambio, todos somos, en mayor o menor grado, anarquistas (sin permitir por ello que se nos borre -esto es importante- la huella del paso anterior). Estamos pasando por la experiencia -puramente utópico -intelectual- de la acracia. Y es que, con razón, sospechamos del Poder en cuanto tal, aunque ahora se presente enmascarado y aparentemente democratizado. La tentación, a la que ni siquiera resisten los llamados «nuevos filósofos» -ni tampoco muchos jóvenes universitarios españoles- es el libertarismo idealista, así como la anterior fue el marxismo ortodoxo.
Mi posición en este punto es dialéctica. El intelectual disidente debe dialogar, desde fuera de ella, con la izquierda política, es decir, con la Oposición, porque la acracia sólo es posible que haga cobrar cuerpo real a su espíritu utópico, cuando se pone en relación dialéctica con la llamada democracia. (La democracia de partidos: no sé si los partidos son un bien o un mal, pero, en el peor de los casos, me parecen un mal inevitable.) Lo utópico, para poder ser actuante, ha de presionar, desde fuera, sobre el juego político de los partidos y, en particular, sobre la Oposición. Pues la Oposición es vista por uno de sus lados, Poder en potencia, Poder en expectativa ya. Mas, por el otro, depende de nosotros que sea oposición (ahora con minúscula) al Poder, que se oponga a él. Y a la vez, en nuestra mínima eficacia, dependemos nosotros de ella, pues el único cauce de la acción política es, para el intelectual, como para todo disidente o independiente, y aunque personalmente no pase por él, el cauce de la organización política de la democracia. Sí, es una triste verdad que debemos aceptar: los intelectuales, desde un punto de vista pragmático, somos unos parásitos, no servimos para nada, sólo para fastidiar -es decir, para la crítica- y para proponer modelos que se dirían irrealizables -es decir, para la utopía- Pero, repito, una utopía articulada, una utopía capaz de influir, mediatamente, sobre la realidad, de transformarla. Aunque la transformación sea llevada a la práctica, siempre tardíamente, por los de siempre, por los «políticos».
Por supuesto, lo que acabo de escribir sobre los intelectuales en cuanto solitarios-solidarios, vale igualmente para los movimientos de reforma o revolución moral y cultural. Hace pocos días, en las páginas culturales dominicales de EL PAIS, me refería a algunos de ellos, a los marginados. (Pero de un modo u otro, todos los disidentes somos, en mayor o menor medida, marginales.) Como se dice en la revista Ozono, del mes de julio, es absurdo que se constituya un partido político «ecológico» y, aparte lo disparatado del título, ni siquiera ecologista. Paralelamente a las tomas individuales de posición intelectual, deben hacer acto de presencia política -pero fuera de los partidos, forzando a éstos a cobrar conciencia de los problemas que ellos plantean- movimientos como el de los ecologistas y, según decía allí, los de todos los marginados sociales, según recientemente lo ha hecho la COPEL. Y, por cierto, hablando de ésta, fue curiosa la reacción de un diario cuando el reciente motín de Carabanchel fue sofocado: «El final de una pesadilla», titulaba su editorial, más interesado por la tranquilidad de su sueño que por ponerse en el lugar de aquellos para quienes, justo entonces, empezaba una nueva y atroz pesadilla, y que han sido segregados de la sociedad bajo una responsabilidad que es tanto, por lo menos, de ésta como de ellos, y en nombre de un principio, el tan paleopositivista y poco cristiano -ahora que, repitámoslo, tenemos un Gobierno tan católico que, según nos cuentan los periódicos, sus miembros no se pierden una sola misa dominical- como el decimonónico y ya nada skinneriano de la «defensa social».
Sí, los que nos marginamos voluntariamente de la política partidista y los que se sienten marginados por la sociedad coincidimos en una disidencia respecto al «orden» establecido y en una esperanza en cuanto a su modificación. Es decir, en uña motivación crítica y en una motivación utópica.
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