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Salió el toro soñado en Las Ventas

Plaza de Las Ventas. Cinco toros de Campos Peña, bravo y noble el primero mansos los demás, boyante el cuarto, con problemas el segundo, se quedaban cortos, tercero y sexto; éste, derribó. El segundo, sin trapío, fue devuelto, y el sobrero, de Arribas, lidiado en quinto lugar, resultó manso, pero de excepcional nobleza.

Julián García: Estocada y tres descabellos barrenando (silencio). Dos pinchazos, otro hondo, rueda de peones y dos descabellos. El presidente le perdonó un aviso. (Algunos pitos).

Antonio Guerra: Estocada delantera haciendo bien la suerte y descabello (palmas y saludos). Estocada que asoma por un brazuelo y descabello (petición y dos vueltas). Justo Benítez: Media estocada baja (aplausos y salida al tercio). Buena estocada de la que sale volteado (vuelta al ruedo).

Presidió con acierto (excepto en materia de avisos) el comisario Corominas.

Y salió el toro soñado. En el ruedo, tres diestros que torean poco y que, a estas alturas de matadores de alternativa -uno de ellos, veterano- aún buscan su oportunidad. En el tendido, muchos toreros, en activo y retirados; de los que suman importante número de contratos y de los que están a la caza de ellos. El toro -¡qué perogrullada!- es la medida exacta del torero. Cuantas veces la noche anterior a la corrida es de vigilia para el matador. O de duermevela. O de pesadilla. La obsesión es el toro. Se entremezclan imágenes de triunfo y de tragedia; con ellas, el grito desgarrador que acompaña a la cornada y el clamoreo delirante de la salida a hombros. «Si me embistiera un toro mañana, si metiera la cabeza en el engaño, con nobleza y largura... i bordaría el toreo!»

Y salió el toro soñado. Un sobrero, para que fuera más rocambolesca la pirueta dé la fortuna. El toro, de Arribas, uno de los hierros más antiguos, corpulento pero recogidito de cabeza, astigordo, va y viene. No como borrego dócil, sino con esa punta de emoción que es consecuente a su casta. No tan codicioso que moleste. De ninguna manera tardo. La émbestida tiene ritmo. Barre la arena con el morro. El recorrido es largo.

No es un toro que guste a los aficionados, pues huía de los caballos y hubo que picarle en dis tintos terrenos. Es un toro, sin embargo, para bordar el toreo; el toro soñado, el que apenas puede concebirse en las tensas visperas de la corrida. Antonio Guerra, a quien apoya la empresa de Madrid, necesitado -¡dramáticamente necesitado!- de un gran triunfo para romper las barreras del anonimato, no lo entiende. O no quiere entenderlo. No le da la distancia, le ahoga; se reboza en la sangre del animal, hasta teñir de escarlata el terno; está más tiempo en la tabla del cuello que frente a los pitones; la muleta queda hecha un rebuño entre estos, las más de las veces; empezó de rodillas y terminará de rodillas; ahora da giraldillas mirando al tendido. No mira al toro, sino al público, porque es al público, y no al toro, a quien torea. Guerra quiere triunfar, está claro que viene decidido a ello, pero no quiere torear. El toreo ni le importa. Un torero de vocación, con clase o sin ella, habría intentado revivir en toda su pureza las más bellas suertes de la tauromaquia. Entra a matar y la espada asoma por un brazuelo. Descabellá. Parte del público pide la oreja.

Lo mismo cabría decir de lo que hizo en el otro toro: manejable por el izquierdo y con peligro por el derecho, se empeñó en muletearle precisa mente por este lado. O no sabe ver los toros o le va la violencia. 0 ambas cosas. El primero de Julián García era bravo en todos los tercios. Y boyante, como lo sería el cuarto. Pero Julián, un veterano en el oficio, parecía un principiante, un novillerete malo, sin idea de la colocación ni de los terrenos. Entre achuchones y tarascadas transcurrieron sus trasteos. Está claro que en sus sueños tampoco hubo, jamás, un toro para bordar el toreo. Criar toros nobles para toreros así, es un desperdicio; un esfuerzo inútil.

El domingo, en Las Ventas, sólo había un torero de verdad: Justo Benitez. Lo incongruente es que le correspondió el peor lote. Lo decía un castizo: «¡Qué mal aficionado es Dios!». Dos toros que se quedaban cortos, pese a lo cual lanceó muy bien,a la verónica, cargando la suerte y dibujando el lance con pulcritud. Las medias verónicas tuvieron temple y hondura. Lo mismo derechazos y naturales, en lo que cabía, con un torerísimo, ayudado a dos manos, rodilla en tierra, banderilleó sin brillantez; pero con el mérito de reunir en la cara. En la estocada al sexto -una mole de 645 kilos- se encunó. Salió cogido, sin consecuencias, y el toro rodó, fulminado, con el acero hundido en las agujas. Salvó así, con pudonor, una tarde de toros que había soñado y que no fueron para él. La suerte le pasó de largo.

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