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La legalización de la historia

Uno de los rasgos más característicos de los regímenes políticos fundados en la usurpación es la práctica del nihilismo histórico: los detentadores del poder suelen esforzarse por expulsar del tiempo histórico a las personas e instituciones depuestas por la violencia triunfadora. Fue Fernando VII el que inició en España el nihilismo histórico al hablar de los «mal llamados añoso refiriéndose al trienio constitucional 1820-1823. Pero ha sido el fenecido régimen caudillista el que ha representado en la historia española el esfuerzo más constante para cegar un tiempo histórico anterior.

De ahí que sean tan loables los gestos actos de los actuales gobernantes, motivados por un ánimo restaurador. No sólo los partidos políticos han recobrado su condición legal: también han renacido corporaciones privadas como la Institución Libre de Enseñanza. Varios grupos de funcionarios estatales de la Segunda República han visto reconocidos sus derechos de jubilación y algunos catedráticos universitarios, hasta ahora exiliados, han sido reincorporados a la docencia efectiva

Es manifiesto, en suma, el propósito gubernamental de facilitar la compensación material moral debida a numerosos ciudadanos españoles perseguidos o profesionalmente humillados en las décadas caudillistas, Mas también es patente que incontables victimas, directas indirectas, de la guerra civil y de la prolongada represión posbélica, no podrán nunca recibir indemnización adecuada a sus padecimientos. Si en cambio, podrían sentirse dignificados colectivamente por la legalización más desprendida de todas las efectuadas hasta el día o aún pendientes: la que llamaríamos «legalización de la historia».

Hace pocos días un observador atento de la España contemporánea —Jean Bécarud, director de la Biblioteca del Senado francés— me señalaba una cierta analogía entre los gobernantes españoles actuales y la Monarquía de julio (1830) de su país. Para fortalecer la entonces renaciente democracia francesa mantuvo el régimen monárquico, aunque se adoptó como bandera nacional la tricolor de la Primera República. Y el nuevo rey. Luis-Felipe presidió la muy espectacular ceremonia del regreso a París de las cenizas de Napoleón. Mostró Francia en aquella sazón (como también en fechas cercanas a nosotros) la excepcional capacidad intelectual y moral de sus ciudadanos para saber aunar sus más preciados legados históricos.

No ha sido España igualmente afortunada. La disposición política de sus actuales gobernantes muestra, sin embargo que opera en ellos una creciente voluntad de reanudar verdaderamente la historia nacional. Espero, por tanto, que no se vea en las consideraciones que siguen una formulación partidaria.

Me mueven -a hacerla el recuerdo, por así decir, de todos los españoles que dieron sus vidas aquí y fuera de España, por la recuperación de las libertades patrias. Esos españoles en el más allá de su inalterable dignidad humana, no constituyen una bandería amenazadora.

Es más, legalizar la historia que esos españoles encarnaron pudiera ser quizá la decisión más altamente política del poder estatal español. Porque sin duda. Alguna esa legalización marcaría el cierre definitivo de cuatro décadas de insolidaridad nacional, Podrían así los españoles sentirse iguales herederos del patrimonio representado por la Constitución de 1931 y la legislación democrática de ella derivada. Se evitaría, además, que el legado histórico de la Segunda República fuera utilizado (y en gran medida fraccionado) por diversos partidos políticos con finalidades proselitistas.

Porque ese legado es un todo que pertenece a todos los españoles, sin exclusiones ni especiales usufructos. De ahí que la legalización de su significado histórico, que ahora proponemos, sólo deba realizarse en el más alto nivel estatal. Aunque seguramente algunos bien intencionados parlamentarios de 1977 querrán expresar (e incluso codificar) sus sentimientos de admiración por sus predecesores de 1931. Pero no podrían evitar el tono partidista que desvirtuaría el carácter nacional del legado histórico de la Segunda República.

Es por tanto, indispensable que la legalización de la 'historia española aquí solicitada sea propiciada por el actual jefe del Estado, en virtud de la neutralidad política aneja a su cargo. Y sin posible duda, seria el gesto más expresivo del espíritu de concordia española que inspira a la Corona.

La Segunda República tuvo dos jefes de Estado —don Niceto Alcalá-Zamora y don Manuel Azaña— elegidos por los representantes legales del pueblo español. Aquellos dos hombres fueron pues símbolos nacionales de un régimen de soberanía popular. Rendirles hoy honores largamente póstumos no equivaldría a una identificación con sus respectivas ideologías, ni con sus personas políticas. Sería, sin más, la dignificación del pasado que fortalecería el presente y el futuro de la renacida democracia española.

Aquellos dos jefes de Estado murieron y yacen fuera de España. En el traslado a la tierra natal de sus restos, con todas las honras reglamentarias para jefes de Estado, se cifraría finalmente la legalización de una historia sin la cual no seria concebible (ni en verdad posible) la espléndida hora que vive España y asombra al mundo.

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