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"Las naciones deben abandonar su egoísmo y su mentalidad de soberanía"

Casi 2.000 años después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo la humanidad se encuentra situada ante una tarea dificil. Sufre fuertes tensiones y crisis de toda clase en el plano espiritual, político y económico. Pero al mismo tiempo vemos dibujarse nuevas posibilidades de un porvenir más feliz y más lleno de esperanza. Para realizar estas posibilidades hacemos esta llamada a todos los hombres de buena voluntad, entre ellos a los cristianos de Europa.La misión histórica de Europa

El cristianismo es una de las fuerzas que han dado forma a la historia de Europa, a su desarrollo y a su cultura. Del Evangelio, predicado incansablemente por la Iglesia a lo largo de los siglos, han recibido los pueblos de este continente los lazos que les unen a Dios y la concepción que tienen del hombre. El cristianismo es el que «ha formado lo más profundo del alma de estos pueblos» (Pío XII, 15 marzo 1953).

Hoy, Europa está dividida políticamente y desgarrada en el aspecto religioso y en su concepción del universo. Está eclipsada por fuerzas políticas más poderosas. Pero los hombres en Europa se han dado cuenta de que no son únicamente los administradores de su pasado, sino que pueden ser los artífices de su futuro común. Desean, también, juntamente con los hombres de Africa, de América, de Asia y de Australia, de los que han recibido mucho, cooperar al desarrollo del mundo y al futuro espiritual y moral de la humanidad.

Partiendo del mensaje de Pablo VI «Si quieres la paz, defiende la vida», somos llamados a comprometernos en favor de la gloria de Dios, de la paz, de la justicia, de los derechos fundamentales y de la fraternidad entre los hombres.

Voluntad de unión

El horror de la última guerra ha despertado un deseo de paz profundo y ardiente, ha sacudido verdaderamente a la humanidad a fin de intentarlo todo para dar realmente la paz al mundo. La aspiración a vivir una más amplia sociedad liberal y democrática crece de una manera general.

Aunque muchos desconfíen de que los pueblos europeos sean capaces de hacer su unidad, la cooperación en los dominios de la política, de la economía y de la cultura, así como una migración interna europea que crece visiblemente, han permitido ya realizar considerables progresos hacia la reconciliación y la paz; no parece utópico, por tanto, que los países europeos se agrupen un día de manera duradera.

Cuanto más estrechamente se unan, más fácilmente podrán ayudar a superar tensiones en otras partes del mundo. En el equilibrio precario del terror entre las potencias mundiales y los bloques, Europa podrá jugar un papel estabilizador y pacificador. Podría, entonces, intervenir también con mayor probabilidad de éxito en favor de un desarme general y equilibrado y, de esta manera, en favor de una reducción de las sumas exorbitantes que necesita hoy el armamento.

Sólo es posible superar las dificultades en que nos encontramos, y realizar plenamente las posibilidades de futuro, si las naciones abandonan su profundo egoísmo, así como una mentalidad de soberanía, superada ya por los desarrollos políticos y económicos mundiales, para buscar, junto con otras naciones, una solución aceptable. Quien sobrepase los antagonismos y se disponga a cooperar con otros sirve a la paz; el esfuerzo hecho para unir a Europa es, pues, obra de paz. No hace falta decir que es necesario, entonces, renunciar a toda pretensión de tutela sobre los demás, salvaguardar la igualdad de derechos de los diferentes países y respetar la identidad histórica de las naciones.

Para los pueblos europeos, esto significa poner fin al odio y a la hostilidad y estar decididos a hacer en común lo necesario.

Derechos y deberes fundamentales

Para cooperar a un mejor orden mundial, los cristianos de Europa deben, en primer lugar, ponerse al servicio de los demás.

Conociendo,el origen divino y el destino del hombre y, por ello su personalidad y su unicidad, los cristianos están particularmente obligados a comprometerse en favor del derecho a la vida, en favor de la verdad y de la justicia, del amor y de la libertad, aun allí donde los intereses superpoderosos del Estado y de la sociedad los dificultan. No debemos cansarnos de llamar la atención sobre el peligro de que los hombres sean planificados o sometidos a dependencias más fuertes aún, a consecuencia de una nivelación general. (cf. GS, 29.) A este propósito no se trata de esforzarse por conseguir lo que sea técnicamente posible, como tampoco lo que ofrece una mayor ganancia, sino de alcanzar aquello de lo que hemos de responder ante Dios y ante las generaciones futuras.

No es en sus derechos en lo primero que debería pensar un cristiano, sino en sus obligaciones dentro de la comunidad, que exigen de él que se comprometa en favor de un orden más justo de la sociedad (cf. GS, 30), y esto no solamente con palabras. sino con la acción al servicio del prójimo. El cristiano sabe que solamente puede alcanzar su verdadero objetivo si está dispuesto a servir y a sacrificarse y si carga con la Cruz de Cristo para seguir el ejemplo de su Señor.

Las injusticias sociales deben ser eliminadas. Debemos estar dispuestos a compartir con los otros más generosamente que en el pasado. Obrar en cristiano significa: renunciar a la codicia y al hambre de poder, estar a favor de los demás de manera desinteresada y sin esperar recompensa. Vivir en cristiano significa: vivir de tal manera que todos los demás puedan vivir también.

El hombre en la comunidad

Lo mismo que los miembros de una familia no pueden vivirjun tos sin refrenar su egoísmo, sin renunciar a reivindicaciones, aun justificadas, y sin prestarse ayud mutuamente, los pueblos no podrán llegar a una comunidad de iguales en derechos sin renun ciar a reivindicaciones y sin hacer sacrificios. El mensaje de Cristo nos impone velar sobre nuestro prójimo, aun sobre el que debe vivir y trabajar lejos de su país; exige de nosotros la solidaridad con los débiles, los oprimidos, los minusválidos y los apátridas. El Evangelio no sólo es válido en el área de la vida personal, sino que nos impone una corresponsabilidad en la marcha del mundo.

Algunos pueblos de Europa gozan desde hace tres décadas de la libertad y viven una seguridad relativa aunque amenazada; una parte de ellos tiene, además, una visible prosperidad.

Por el contrario, numerosos pueblos de la Tierra viven aún hoy bajo el sometimiento a la fuerza y a la arbitrariedad, y en la pobreza material. En comunidad con todos los que profesan su fe en el Evangelio de Cristo, nosotros estamos obligados a trabajar contra la opresión, el hambre y la miseria, donde quiera que se presenten, y a aliviar los sufrimientos y la angustia de los hombres, realizando un orden social más justo tanto para Europa como para el mundo.

La pregunta planteada por el Santo Padre sobre si «Europa no puede, a través de servicios universales, recuperar y reforzar su voluntad de vivir, su potencia creadora y la nobleza de su alma» (Pablo VI, 26 enero, 1977), y su llamada exhortando a Europa a «crear instituciones que le permitan hacer servicios particularmente eficaces a toda la familia humana», son para nosotros una misión y una obligación.

La audacia del riesgo

Los progresos extraordinarios realizados en el campo de las ciencias naturales y en la técnica incitan a algunos a creer erróneamente que la voluntad humana es «el imperativo del universo».

Apartándose de Dios, Señor y Creador, la humanidad ha desembocado en la ruina, en la guerra y en la violencia. Muchos hombres, también en nuestros países, han sucumbido al materialismo. El desarraigo religioso, a pesar de un bienestar creciente, hace que se propaguen el conformismo, la depresión y el miedo. Sería fatal el limitarnos a tomar nota de esta situación, lamentándola. Sabemos qué sentido y qué plenitud puede dar a nuestra vida el mensaje de Cristo. La proclamación del amor y de la gracia de Dios libera y pacifica no sólo a los individuos, sino también a la comunidad humana. Esta proclamación será indispensable, para que Europa consiga un desarrollo más feliz y un porvenir más prometedor. Renovando y profundizando nuestra fe, contribuiremos a dar «su alma» (Pablo VI, 18 octubre, 1975) a la comunidad naciente de los pueblos.

Grandes obstáculos se oponen aún a la unión de nuestro continente. Sólo podrán ser vencidos, y las tareas que se plantean a Europa sólo podrán ser realizadas, si los cristianos asumimos nuestra tarea: «el riesgo razonable» (Pío XII, 24 diciembre, 1953), y nos comprometemos de palabra y de obra en favor de Europa.

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