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La izquierda en palacio

Crónica mundana de un acto político

Juan Luis Cebrián

«Tenga usted cuidado con la ceniza, Garrigues, no vaya a quemar esa alfombra tan preciosa, que seguro que me echan la culpa a mí.» Santiago Carrillo recomendaba socarronamente al líder de la Unión de Centro sobre las normas a observar en el interior del palacio mientras aguardaban la llegada del Rey. Hacía calor, y los comentarios eran unánimes: el protocolo de La Zarzuela no puede funcionar peor de lo que funciona. El año pasado, los Reyes y sus mil invitados soportaron estoicamente la lluvia, que durante más de tres horas empapó los smokings y acabó con los peinados endomingados de las señoras. Este año, que lucía un sol espléndido, los salones de palacio se abigarraban de uniformes y tules, sudando sus dueños por todos los poros. «Esto es peor que una sauna», comentaría don Juan Carlos a su paso por uno de los salones. Poco antes, Joaquín Garrigues, todavía a pocos pasos de Santiago Carrillo, había apagado contra la alfombra centenaria la colilla del cigarrillo. La alfombra no ardió y el eurocomunismo quedará libre de culpa en esta ocasión.En la misma sala, un poco más al fondo, los grandes de España empinaban sus cabecitas para ver a don Santiago y a Felipe González, que, rodeado de cuatro miembros de su partido, acaparaba las atentas miradas de las señoras. Grupos enteros de uniforme evitaban codearse con aquellos a quienes más contemplaban, y comentaban impresiones a media voz, reluciendo en las bocamangas las estrellas de general. Era imposible no verse. A González y a Carrillo les habían puesto delante de una puerta, y todo el que atravesaba por ella se daba de narices con la Oposición. Hasta el coronel Blanco, tantos años director de Seguridad, y del que todos hablan ahora como el cerebro gris de los servicios de inteligencia del franquismo, estaba condenado al fantasmal encuentro. Rodeados de cientos de personas, aquellos representantes de la izquierda, sometidos tanto tiempo al ghetto de la opinión y del poder, se veían inmersos, nuevamente en un ghetto sicológico de frases y miradas. Más tarde, las copas y los canapés ayudarían a empujar la reconciliación.

Los periodistas protestaban por la prohibición a los fotógrafos, que parecía injustificada en un acto de aquel significado político. En realidad, convendría protestar por unas cuantas cosas más. Las Cortes deben ayudar al Rey a cambiar su actual cortejo de cortesanos. Los reyes constitucionales son más austeros que los dictadores, y su protocolo menos ridículo. La humanidad poderosa de don Juan Carlos no debe, además, ser desvirtuada por los pelotilleros del franquismo. Ni debe ser posible atribuir a sus más cercanos colaboradores domésticos influencias o comprometimientos políticos. La fiesta de la onomástica fue, así, un éxito del Soberano y una nueva demostración de que el gabinete real es tan ineficaz que no nos lo merecemos ni el Rey ni los españoles. Otros dicen, sin embargo, que no nos lo merecemos -ni los españoles ni el Rey- porque resulta demasiado eficaz para sus propios fines.

Después de estrechar, una por una, las manos de los invitados, los Reyes pasaron al comedor de honor. «Usted puede ir allí también si quiere«, le dijo alguien de protocolo a Felipe, pero éste se quedó en el gran vestíbulo, como Carrillo y Tierno Galván, entre ministros y diplomáticos. Muchos líderes políticos habían acudido sin sus esposas. La razón era únicamente que a éstas no se les había invitado. Y no terminaron ahí las discriminaciones. Mientras casi todo el mundo lucía smoking o uniforme de gala, los comunistas, los socialistas y la Unión de Centro llevaban simplemente traje oscuro. A ellos se les había dado esta alternativa al smoking, que al resto de los invitados no se les ofreció. Los futuros ministros centristas comentaban que se trataba de dar «facilidades» a don Santiago. Pero éste no debería tener reparos de lucir la corbata de lazo. Tito lo hace con enorme frecuencia en la Yugoslavia socialista. Y no es más democrática la monarquía alauita porque Hassan celebre su santo en manga corta. El resultado, como quiera que sea, es que la izquierda sudó menos que la derecha en la fiesta del Rey. Aunque no todos eran de izquierda quienes lucían traje de calle. Calvo Sotelo, Garrigues, Camuñas, Fernández-Ordóñez y un largo etcétera de la llamada derecha civilizada sonreían tranquilos detrás de sus frescas alpacas inglesas. Carrillo permaneció dos horas en la fiesta. Felipe González, casi tres. Todos querían ser presentados al muchacho de la melena que anunciaba a los periodistas presentes su decisión de hacer lo posible por evitar que la reforma administrativa se hiciera por decreto-ley. Todos, hasta la duquesa de Cádiz, portadora de trenza trenzada de flores y encaje. Para saludar a Felipe.

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A la puerta de palacio, las gentes habían esperado la llegada de los Reyes y de los líderes políticos. Aplaudían cuando conocían a alguno de éstos, y se abalanzaban sobre el coche para estrechar su mano. La leal oposición a Su Majestad, esa de la que hablan los manuales de historia, entraba en palacio. Era la fiesta de la reconciliación. «Este acto es casi más importante que las elecciones», comentaría uno de los ministros del próximo Gabinete. Pero las elecciones fueron, sin embargo, mucho más importantes, claro. Lo que pasa es que diez días después, el Gobierno amenaza con olvidarse de que se han celebrado. Da toda la impresión en este país de que el poder no se da cuenta de que ya será imposible, en adelante, gobernar como antes se hacía. « El lunes voy a ver a Felipe, pero la reforma administrativa saldrá por decreto, y existen facultades y previsiones legales para ello», comentaba Adolfo Suárez. «Pienso decirle muy tajantemente que es inadmisible no pasar una reforma de tal calibre por las Cortes», diría Felipe González más tarde. Luego transcendió en la fiesta que hubo ofertas a algunos militantes del PSOE para ser nombrados senadores reales. El ministro de Educación fue el portador de alguna de ellas, que, como era lógico, fueron rechazadas. Pero después de eso, Felipe no debería haber criticado como lo hizo la composición de la lista real. Como tampoco debería el presidente dedicarse a fundar un partido político desde el palacio de la Moncloa. Los teléfonos del Gobierno están para gobernar no para ponerse al servicio de una fracción parlamentaria. Y era ésta, precisamente, la conversación sostenida junto al secretario general del PSOE cuando se le acercó aquel camarero vestido a la federica con la bandeja llena de salchichitas y fritos variados. «Coma usted lo que quiera, don Felipe, que aquí todos somos de la UGT y del PSOE, y le tendremos bien atendido.» Está visto que en este país o estás con el Gobierno o con la Oposición, si quieres pinchar algo concreto en los cócteles.

Al filo de las once de la noche, los salones de palacio comenzaron a vaciarse de invitados. Todavía había curiosos en las verjas; escrutaban las caras del personal buscando reconocer a alguien. Terminaba un complicado acto social y un hecho político de trascendencia. Por primera vez en la historia de nuestro país, el Rey estrechaba públicamente la mano de representantes comunistas. Don Santiago, amenazado a grandes voces desde Moscú, inclinó la cabeza ante el Monarca que le saludaba. No se le oyó musitar palabra, aunque quizá tuviera en la punta de los labios la frase lapidaria de las onomásticas: «Felicidades, Majestad.»

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