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Tribuna
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La agitación interior

De los distintos centenarios que en estos dos últimos años España debiera haber celebrado -el de Tiziano, pintor de Carlos V y Felipe II; Rubens, diplomático español, y Juan Gris, austero pintor cubista- el de Juan de Juni (1507-1577) es el único que se ha logrado realizar. Ello, sin duda, se debe a las posibilidades que ha tenido la Dirección General del Patrimonio Artístico y Cultural, no sólo materiales, sino también de meditado estudio. Gracias al catedrático vallisoletano Juan José Martín González, especialista del Siglo de Oro, autor de una importante monografía sobre Juni, se ha podido hacer una escogida selección de su obra y la de los escultores de su círculo, a la vez que se ha logrado una exposición de carácter pedagógico. Instalada primero en Valladolid, en la iglesia de la Pasión, y ahora en las Salas de la Dirección General, en el edificio de la Biblioteca Nacional de Madrid, esta muestra no sólo sirve para conmemorar un centenario muy importante, sino para recrear el ambiente que rodeó a un artista de profunda significación en nuestro arte religioso.Si el italiano Tiziano y el flamenco Rubens representaron el arte áulico y cosmopolita y el castellano Juan Gris el valor universal de la vanguardia fuera de España, por el contrario, Juan de Juni, extranjero afincado en Castilla la Vieja, es exponente de una obra en la que a la novedad traída de otras latitudes se añadió el apego a la tradición de honda raigambre castiza. Juni, francés nacido en Joigny, en el confín de la Champaña -al sur de París- con la Borgoña, fue heredero de un cierto patetismo muy de fines de la Edad Media que de la Corte de Borgoña se transmitió a España, lo mismo que Europa. Por otra parte, su contacto con Italia y la influencia tanto del Laoconte como de Miguel Angel fueron decisivas para este artista en el que lo manierista adquirió valores de blandura y dramática expresión de muy acentuado espíritu. No es extraño que este escultor de alabastros, terracotas y maderas policromadas, con sus formas amplias y solemnes, fuese del agrado de una clientela de altos eclesiásticos, nobles y adinerados comerciantes.

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Exaltación y depresión

Artista cuyo discurso un tanto ampuloso estaba realizado con el fin de conmover y persuadir, Juan de Juni, cuya obra, cronológicamente, viene inmediatamente después de la del español y amigo suyo Alonso de Berruguete, es ejemplo de cómo una imagen adquiere valores y contenidos distintos, de acuerdo con su propia intención expresiva. Diferente de la de Berruguete, su escultura rechaza la contorsión corporal por ella misma, para cargarse de un dinamismo interno. En Juni la movilidad de ánimo se une a la de los miembros de unos personajes replegados en una acción interna, en los que los pliegos de sus mantos o ropajes traducen su agitación interior. Las fisonomías, los gestos y expresión de los rostros, el estado de ánimo de los seres presos de sus deseos y pasiones, que viven la exaltación y depresión del espíritu, son para Juni más importantes que la búsqueda de una perfección formal de las proporciones, de un canon corporal armonioso o la simple transcripción de un movimiento físico.Artista que por su mentalidad teatral se anticipó al barroco, con s us grupos de personajes o sus imágenes para retablos fue, sin duda, exponente valioso del arte contrarreformista. Por su deliberada intención de despertar nuestra piedad a través de valores puramente plásticos recuerda los procedimientos de lo que se hacía a lo vivo en las fiestas de los colegios religlosos de nuestra infancia cuando se representaban cuadros plásticos que consistían en presentar en un escenario teatral unos personajes inmóviles, que con sus actitudes estereotipadas resumían una muda y detenida acción. dramática.

Aunque en esta exposición las obras de Juni están, muy bien presentadas, logrando transponerlas al espacio de las salas, sin embargo, hay que recordar que cuando de ellas se disfruta totalmente es cuando se encuentran en su verdadero ambiente, el de penumbra de una capilla o bajo los efectos de una luz natural dirigida y, tornasolada, o el parpadente de las velas que alumbran en la noche un camarín. No hay que olvidar que Juni, gran retablista, siempre pensaba sus obras en relación con el nicho, el retablo o el Sancta Sanctorum en que se iban a colocar. Para comprobarlo, basta ir a Valladolid y entrar en la céntrica iglesia de las Angustias, en la que se conjugan perfectamente marco arquitectónico, luz y espacio e imagenidolátrica. Otra prueba consiste en imaginar lo que primitivamente fue el Entierro de Cristo, cuando se encontraba en la capilla funeraria del obispo de Mondoñedo, fray Antonio de Guevara, en la iglesia de San Francisco, de Valladolid. Lo mismo que el soldado romano del Entierro de Cristo de la catedral de Segovia, su conjunto está tallado para ser visto frontalmente. De este último, en la exposición, se comprueba cómo desprendido de las dos columnas que lo aprisionaban lateralmente, su contorno se desfigura y desborda linealmente.

Su ley es pues la de un marco manierista que hace que sus personajes se impongan con agigantados y un tanto desmesurados, a la vez que constreñidos a su propia realidad humana. El contraste de su desigualdad con la común de los mortales, a los que, sin embargo, parecen imitar, nos da la clave de su significación. Juni halagaba así a sus comitentes distinguidos, los obispos y próceres afortunados que le pasaban el encargo. Su realismo precisamente servía de apoyo para que el fiel se sintiese pequeño, humilde y flaco de fuerzas frente a una humanidad más santa y heroica, de mayor talla, fuste y envergadura física y moral. Así todo cristiano hijo de vecino y del común podía reverenciar a los que estaban un escalón más alto que el suyo, y rendirles su debido acatamiento.

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