La Administración y la crisis del sistema educativo
Frente a las tensiones y conflictos que caracterizan el momento actual en el campo de la educación la Administración, aparece inerme, titubeante, sin una posición claramente definida respecto a los diversos problemas que se le plantean y, generalmente, a la zaga de éstos. Esa situación nuestra no constituye un caso aislado; en mayor o menor grado la sufre la Administración de muchos países, desbordada por el considerable aumento de la demanda de educación y sin encontrar respuesta adecuada para las nuevas exigencias que presenta al sistema educativo una sociedad en proceso de cambio acelerado. Es evidente, sin embargo, que en el caso español han contribuido a agravar la situación la falta de previsión respecto a las necesidades de puestos escolares, la adopción de medidas apresuradas, sin calcular las consecuencias que podían tener, o dictadas por un afán de efectismo político, y las promesas no cumplidas. El mal no es de ahora, viene de antiguo; se han ido acumulando problemas de gran magnitud, de difícil solución en un período transitorio en el plano político como el actual, que constituyen una herencia penosa y delicada para quienes asumen la administración y gobierno de la educación en una nueva etapa, más estable, de la vida española, en la que serán inaplazables ya reformas profundas de nuestro sistema educativo.La realización de esas reformas que habrá de emprender la Administración obliga a conceder una especial atención a esta; la renovación del sistema educativo debiera empezar por una renovación de ella misma de tal modo que prevalezca en su acción la imaginación frente a la rutina y la reflexión y el planeamiento riguroso frente a la improvisación y el arbitrismo. Tres características, entre otras, de la actual administración educativa deberían ser objeto de una revisión a fondo en esa hipotética reorganización: la estructura y proliferación de unidades administrativas en el Ministerio, el centralismo exagerado y la burocratización excesiva.
El Ministerio de Educación y Ciencia cuenta hoy, en su esfera central, además de la Subsecretaría y de la Secretaría General Técnica, con siete direcciones generales, veintinueve subdirecciones generales, 96 secciones, veintiún gabinetes y más de trescientos negociados. (A pesar de la amplitud de esa impresionante relación, que figura en una orden ministerial de marzo último, «no están todos los que son»; faltan mencionar servicios como los de las Inspecciones Técnicas.)
Esa organización se basa, fundamentalmente, en lo dispuesto en un decreto publicado en 1971, si bien ha experimentado algunas modificaciones con posterioridad a ese año. Se pretendía con ella disponer de los órganos adecuados para la aplicación de la ley general de Educación de 1970 y una diferencia importante, en relación con la organización anterior, consistió en que la estructura «sectorial» (una dirección general por cada nivel educativo que asumía la responsabilidad prácticamente íntegra de la administración del mismo) fue reemplazada por una estructura funcional con nuevas direcciones generales que intervenían en cuestiones que afectaban a los distintos niveles educativos. La sola excepción fue la de la Dirección General de Universidades; después, en 1976, se establecieron las de Educación Básica y Media Profesional. La educación de la nueva estructura administrativa a las exigencias que imponía la aplicación de la ley general de Educación es muy dudosa. Pese a la importancia y novedad de muchas de las disposiciones que ésta contenía, no se previó el establecimiento de algún órgano o servicio que programase su implantación progresiva y que, evaluase en forma sistemática y continua los resultados de su aplicación. Igualmente puede aducirse que la índole del contenido y orientación de la ley demandaba de la Administración una acción técnica en el campo específicamente educativo, lo que no se tuvo en cuenta en la reorganización, en la que predominaron los criterios meramente administrativos. Ciertamente se creó una Dirección General Educativa, pero tan recortada en medios para su acción que, aunque llevó a cabo una importante labor, no le fue posible satisfacer plenamente los cometidos que la reforma educativa exigía.
En la organización actual del Ministerio se han diluido las funciones entre las distintas direcciones y servicios. Principios tan elementales en toda buena administración como la localización precisa de responsabilidades y la delimitación clara de atribuciones, no se cumplen, con lamentables consecuencias para la eficacia de la acción educativa. Un ejemplo muy expresivo de la situación existente lo presenta la Dirección General de Educación Básica. Sería lógico pensar que esta dirección general se ocupase de que hubiera escuelas, para todos los niños, de que el sistema de formación del profesorado, para ese ciclo fuese lo más acertado, posible y, en fin, que dedicase una especial atención al perfeccionamiento del profesorado en ejercicio. Pues bien, ninguno de esos cometidos le incumbe directamente en la organización actual: el estudio de la necesidad de centros escolares y la construcción de ellos se confía a la Dirección General de Programación e Inversiones; la formación de profesores, a la Dirección General de Universidades, y el perfeccionamiento del profesorado, al Instituto Nacional de Ciencias de la Educación. Se podrá alegar que eso obliga a una tarea de coordinación. Cierto; pero no la hace fácil la mentalidad imperante en la Administración, a la que se agrega otro inconveniente práctico: la increíble dispersión de las dependencias del Ministerio en unos cuarenta locales distintos en Madrid. Así, la Dirección General de Educación Básica está en Fuencarral, la de Programación e Inversiones, en el Retiro; la de Universidades, en la calle de Alcalá, y el Instituto Nacional de Ciencias de la Educación, en la Ciudad Universitaria.
Centralismo
Existen, como es sabido, dos modelos o sistemas principales de administración educativa: el de los países de régimen federal, en los que la organización y supervisión de las instituciones educativas está a cargo de los estados o departamentos, y el de los de régimen centralista, en los que tanto la determinación de la política educativa como la organización y financiamiento de la educación dependen esencialmente del poder central. Estados Unidos y la República Federal de Alemania se rigen por la primera de dichas modalidades, así como el Reino Unido, donde la descentralización de funciones en favor de los condados y de las entidades locales es muy amplia. Francia y España, entre otros países, tienen el régimen opuesto: las decisiones importantes se adoptan en el nivel central, los profesores son funcionarios y el financiamiento de la educación lo asume también la Administración central, en su mayor parte.En el caso concreto de la Administración española, el criterio centralista reviste caracteres extremos que dificultan considerablemente el funcionamiento eficaz del sistema educativo. Las delegaciones provinciales tienen funciones excesivamente limitadas, especialmente de ejecución de lo dispuesto .en la esfera central, con muy escaso margen para la iniciativa propia e, incluso, para adaptar a las circunstancias peculiares de su demarcación determinadas medidas de carácter general dictadas por el Ministerio. Existe también un vacío importante en ese orden de cosas: la falta de juntas locales dotadas de las atribuciones adecuadas con una composición auténticamente democrática y una participación activa de los padres de familia a través de sus asociaciones. Una organización de la Administración que aprovechase la aportación, potencialmente tan amplia y positiva, que permitiera la descentralización, evitaría los desaciertos que ocasiona una concepción rígidamente unitaria en un país tan diverso como el nuestro, simplificaría considerablemente la tramitación de muchos asuntos e imprimiría una agilidad a la gestión de los mismos de la que ahora se carece. En suma, la comunicación o relación actual entre los distintos estamentos en sentido único, desde arriba hacia abajo, debiera modificarse para aprovechar la riqueza de ideas, experiencias e iniciativas de quienes están más cerca de los problemas educativos. En estrecha relación con estas consideraciones, circunscritas a la Administración, se plantea la cuestión de la autonomía y libertad de acción que en ciertas aspectos debieran tener las instituciones educativas, pero ello puede ser materia de otro artículo.
Burocratización
Esa estructura del Ministerio, carente en medida suficiente de los servicios técnicos apropiados para impulsar el rendimiento y mejorar la calidad de la enseñanza, se refleja también en la composición de su personal y ofrece un marco propicio para el predominio de las tendencias burocráticas. Es obvia la necesidad de los servicios de índole administrativa, pero en una proporción razonable. No se discute tampoco la competencia profesional del personal de los mismos en el campo específico de su acción. Pero la dirección acertada de un sistema educativo es de una gran complejidad y requiere una amplia gama de especializaciones entre su personal, con las que hoy no cuenta, o no tiene en medida suficiente el Ministerio: especialistas en estadística, economía, planeamiento y recursos humanos, sociología, sicología y orientación, curriculum, en evalución y, por su puesto, profesores de los distintos niveles y ramas de la enseñanza. La acción de ese personal, armoniza da con la del sector específicamente administrativo, la convergencia de criterios y de saberes de los especialistas en Ciencias de la Educación y de los que lo son en materia administrativa, ofrecería muchas garantías de acierto para la solución de los graves problemas que tiene planteados el sistema educativo y para anticiparse, con los necesarios estudios de prospectiva y planeamiento, a los que se presentarán en el futuro. Esto es justamente lo que la Ley General de Educación vigente encomendaba al Ministerio: al precisar entre sus atribuciones y competencias las de «proponer al Gobierno las líneas generales de política educativa y planes de educación; ejercer la superior dirección de todas las instituciones educativas y orientar, estimular y coordinar la cooperación social y económica a las instituciones educativas».
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