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Tribuna
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Carta abierta a dos editores

El escritor dirige en esta ocasión una carta abierta a dos editores que en alguna medida han ocupado una parte de la más reciente actualidad cultural: Jaime Salinas, que convocó no hace mucho una reunión de editores para analizar la pobreza programática de los partidos políticos en lo referente a la cultura en general y al libro en particular, y Carlos Barral que contestó en carta abierta a su colega, anunciándole su negativa a asistir a la mencionada reunión por considerarla inútil y hasta cierto punto injustificada.

Mis queridos amigos y apreciados señoritos:Ambos a dos acabáis de poner el dedo en una de las muchas llagas de nuestra cultura, esa herida nacional que permanentemente exuda. Uno, desde Madrid, convocando a rebato a los editores, movido por la irritada frustración que le causaron las inanidades programáticas de varios partidos políticos en materia cultural. Otro, desde Barcelona y en las páginas de una revista madrileña, asintiendo a tal rechazo y redoblándolo con escéptico abstencionismo.

Comprendo vuestras actitudes, incluso en lo que tienen de trampa que os hacéis a vosotros mismos. Sois de los raros patrones culturales con sensibilidad para los problemas específicos de esa otra parte, que es el escritor y que, como rezan los contratos de edición, de ahora en adelante será denominado el del 10% (de cobro aplazado, cicateado y problemático). La gente del 10%. no obstante, difícilmente podrá prestaros su adhesión activa a tan sugestiva operación, ya que, una vez más, sencillamente la habéis olvidado.

Sobre edición literaria (a la que sólo me refiero y siempre intentan do no generalizar), quizá estimen los olvidados hasta por vosotros que habría sido más razonable, antes de galopar contra la parvedad evidente del intelectualismo electorero, que los hubieseis recordado, rompiendo así una tradición secular. Estos tales suministrado res de manuscritos ignoran, como bien sabéis, casi todo de la empresa de libre mercado en la sociedad capitalista, pero sobrellevan algunas de sus consecuencias.

Esencialmente se ven obligados a ignorar más de lo que en realidad ignoran. Es decir, a consentir en la manipulación. Y manipulación es también arremeter contra quienes no entienden mucho de nada y han de decir algo de todo, dada su ajetreada profesionalidad política, olvidando a la otra parte contratante, que quizá pueda sustentar alguna opinión, incluso acerca de las maneras de timonear la nave en la que todos los del papel impreso navegamos.

Puesto que el sistema de libre empresa le concede al editor la facultad soberana de disponer de la existencia o inexistencia-de la obra literaria, no parece excesivo, al menos desde los supuestos de una mínima cogestión, que la marinería del 10% subiese alguna vez a cubierta. Indudablemente algo tendrán que decir estos sujetos que mantienen encendidas las calderas.

En más de una ocasión me he preguntado si el pesimismo del escritor español, nuestra tendencia a la quejumbre, no estará inmediatamente determinado por la quejumbrosidad de la industria editorial. Tanto se nos repite que nuestros libros no se venden porque son muy malos, se nos ha imbuido tanta conciencia de arruinadores sañudos, que no nos atrevemos a imaginar que quizá se venderían más si se creyesen menos hombres de negocios quienes han elegido el oficio de difundir las letras. Mercado potencial, gracias al primer aImirante de las Indias Occidentales, se diría que no falta.

Por ello, opino que, desde una plataforma de elemental solidaridad, despegaríamos auténticamente hacia el gran debate de la cultura indígena. Pretender cercar la cuestión en un acotado de políticos y de editores, parece mandarinesco capricho de la superestructura manipuladora. No veo qué puedan resolver juntos estamentos tan atípicos, culturalmente hablando, y tan heterogéneos, salvo en su compartida proclividad a salir en televisión.

Recientemente, nuestro común amigo y colega vuestro, Jesús Aguirre, se preguntaba en este diario, considerando las inconveniencias de la crítica acerada en una comunidad, «¿por qué obligar a los poetas a escribir la que generalmente es su poesía de menor calidad, la de combate?» ¡Claro que sí! ¿Por qué silenciar unas voces, de las que cabe esperar el eco de la propuesta no bélica?

Esos que, practicándola, no viven de la cultura constituyen el tercero imprescindible en un diálogo, cuyos interlocutores están falsamente designados. No olvidemos que el primer interlocutor ha de ser quien, en esta actividad, se denomina público lector. O sea, el que compra, en terminología empresarial.

En todo caso, queridos amigos, terminando como suelen los contratos de edición, me someto, en caso de disconformidad, a la jurisdicción de vuestro criterio. Que aun no siendo los de Cervantes (ni uno Cervantes), no están los tiempos para enzarzarse con dos editores, a quienes, encima, uno estima y admira.

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