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Tribuna
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El enigma histórico de Carande

Hay hombres que son más interesantes en sí mismos que por la obra que realizan. Otros crean algo que interesa más que su persona. En el caso de don Ramón Carande, los que tenemos el privilegio de tratarle podemos afirmar de modo rotundo que es perfecto el equilibrio entre el interés de su obra y lo extraordinario de su persona.Pienso yo ahora en alto, ante un público posible: «¡Qué hubiera perdido, si no hubiera conocido a don Ramón! ¡Qué hubiera dejado de saber, si no le hubiera leído! » Confieso que soy más hombre de biblioteca que de cenáculos. A veces, cuando un profesional endomingado repite delante de mí, y como pensamiento propio, aquello de qué la ventaja de los congresos científicos estriba en las relaciones que se entablan, más que en lo que se aprende en ellos, mi condición de lector empedernido y solitario se rebela; porque, en varias ocasiones, el trato directo con personas de las que conocía algún escrito ha sido «contraproducente»: «¿Y este pobre hombre -es el autor de aquel libro que me pareció tan agudo? ¡Pues la hemos hecho buena! » Luego venía a concluir que el libro no sería como pensé al leerlo, sino mucho peor.

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No es éste el caso, gracias a Dios.

En primer lugar, poseo un recuerdo de don Ramón anterior a la aparición de su obra más famosa. En efecto, hace muchos años (más de medio siglo), creo que le vi por primera vez en cierta representación de las que tenían lugar en «El mirlo blanco», teatro que funcionaba en casa de mi tío Ricardo Baroja, durante la dictadura de don Miguel Primo de Rivera, y en el que participaron, como autores y actores, muchas personas famosas.

De, entonces conservo la primera imagen de un hombre de aspecto juvenil, facciones acusadas, mirada penetrante y sonrisa fina. Un tipo más de artista, pintor o escultor meridional, que de historiador u hombre de ciencia. La fama de que poseía saberes múltiples también llegó a mí, de modo más o menos difuso, a través de amistades comunes y se perfiló en los días de Universidad, en tiempos de la República.

Después vino la noche oscura. Largos años, menos que medianos para don Ramón; miserables y tristísimos para mí. Cuando le volví a ver, con luz ya crepuscular, era el maestro consagrado por los historiadores de todas partes. Había abandonado, también, actividades en que destacó antes: de hacendista, de profesor, de político. Tres Actividades, no sé si envenenadas o venenosas en sí.

El caso es que don Ramón -aparentemente- entre cuatro venenos escogió a tiempo el que mejor podía administrar, por muchas razones, algunas de las cuales revelaré luego. Dejó el veneno hacendístico porque, sin duda, los números le aburrían. Dejó el veneno pedagógico, porque allá, al final el veneno pedagógico de su vida universitaria, aparte de ser venenosísimo siempre, tenía un gusto más desagradable que nunca. El veneno político le hizo padecer algunos tártagos, que suele contar con verbo. Por otra parte, es el que -según la experiencia- gusta más a los tontos. ¡Cómo iba a quedar don Ramón dominado por él!

Que el veneno histórico es uno de los menos dañinos y que permite vivir largos años, nos lo dicen casos como los de don Ramón Menéndez Pidal y don Manuel Gómez Moreno, en cabeza. La cuestión es sabérselo administrar y conocer sus principales efectos. Según mi experiencia en el campo de la Toxicología histórica, hay varias posibilidades de equivocarse al ingerirlo y dos manifestaciones muy repetidas de los efectos más perniciosos de este veneno. El veneno histórico puede producir, en primer lugar, cierta pesadez de mollera en las personas que lo toman. En segundo término, otra pesadez, más dañina para un segundo, en la obra de personas tales. Ya va dicho que don Ramón tiene una agilidad mental envidiable y que su obra corresponde en todo a semejante agilidad. ¿Cuál es entonces su secreto profesional para no sentirse dañado ni dañar? Creo que fue Théophile Gautier el que dijo:

La science est la mort.

Ni l'upas de Java ni I'euphorbe d'Afrique Ni le mancenillier au sommeil magnétique N'ont un poison plus fort.»

El efecto del veneno histórico -científico no se rastrea en nuestro caso.

He aquí el enigma. Un enigma también histórico, y además biológico. Porque dejemos ahora a un lado eso de andar doce kilómetros en un paseo por Sevilla a los noventa años (y cansar a los hombres de treinta) o lo de realizar otras hazañas similares. Hay en el caso algo más importante y misterioso. Don Ramón ha actuado en la vida como si no fuera cierta la sentencia hipocrática que repetían todos los médicos antiguos, traducida al latín y que dice: «Ars longa, vita brevis.» No. El trabajo, arte o ciencia, será todo lo largo y costoso que se quiera, pero la vida también es larga. Esta confianza en su longitud le ha permitido a don Ramón trabajar sin prisa. También ver perdidas sus primeras obras de largo empeño, sin el desfallecimiento que la misma pérdida hubiera causado a otros mortales. Porque no todos saben que, habiendo reunido materiales ingentes para escribir la historia de la hacienda de Castilla durante los siglos XIV y XV, estos materiales quedaron destruidos durante nuestra guerra maldita. ¡Adelante! Hay años, todos los que se quieran, para seguir. ¿Cuándo se publica el tomo tercero y último de Carlos V y sus banqueros? Ayer, como quien dice. Nunca se alterará don Ramón por cuestiones de tiempo. 1898, 1918, 1938, 1968 6 1978. ¡Qué más da!

Don Ramón ha visto pasearse en el Berlín del káiser Guillermo II a un anciano de porte majestuoso que era U. von Wilamo witz-Moellendorff, el adversario de Nietzsche; ha observado a los revolucionarios rusos en su condición de refugiados en ciudades centroeuropeas antes de 1917; ha conocido a las personas más notables de este continente de distintas generaciones; ha tratado a cómicos, artistas y literatos de ayer y de anteayer; ha contado con un surtido de «amigos raros» y desconocidos para la multitud, entre los cuales tengo el honor de incluirme. Por si esto, fuera poco, es terrateniente en Extremadura y pasa grandes temporadas del año contemplando los ciclos, vigilando las sementeras, recorriendo las dehesas y departiendo con algunos de los pocos campesinos que quedan en esta extraña península, que en ocasión memorable se encrespó al grito de «¡Arriba el campo!» ¡Bueno está el campo, bueno, bueno, bueno!», podemos decir ahora, parodiando unos versos famosos. Y ahora también, por fin, llego al tema principal de éste artículo.

Tengo que dar cuenta al lector de un descubrimiento que he hecho, después de muchos años de trato con don Ramón. Existen motivos más que suficientes para pensar que el famoso conde de Saint Germain, de la corte de Luis XV, que apareció antes como marqués portugués, luego como jesuita, como conde y general ruso después, es nuestro don Ramón Carande. Harto, sin duda, de las cortes europeas, se aclipsó durante un siglo y apareció en España a fines del pasado y en Sevilla, allá por los años de 1918, con el propósito de probar nuestro ambiente durante unos cuantos cuartos de siglo y con guerra civil y todo. Aunque él no lo quiera reconocer, los que estamos próximos tenemos pruebas rotundas para afirmarlo. Que lo diga, si no, Rafael Pérez Delgado. Hoy me atrevo a hacer esta declaración en público. Llego a más. Cuentan que, un día, charlando el conde con madame Pompadour, ésta le preguntó cómo era Francisco I, y que Saint Germain se lo descubrió con pelos y señales. Yo sostengo, por mi parte, que don Ramón Carande (o sea el conde de Saint Germain) no solamente trató personalmente a Carlos V de Alemania (cosa también sabida), sino que conoció a todos los banqueros de que habla en su libro. De ahí el valor y la fuerza de éste como testimonio de primera mano y no como producto del veneno histórico común y corriente, por muy bien administrado que esté.

La alegría que me da haber hecho este descubrimiento singular producirá envidia a algún sabihondo, que querrá refutarme. No me importa. Así es que, siguiendo en mi idea, me prometo a mí mismo que la próxima vez que vea a don Ramón (que no podrá ser en Sevilla y en la Venta de los Monos, aceptando su invitación generosa) he de hacerle una serie de preguntas concretas, acerca de su trato con los Fúcares, con Simón Díaz, con Rodrigo de Dueñas. Sobre cómo reaccionó Carlos V cuando mis antepasados genoveses le propusieron un préstamo con interés del 57% ánual, etcétera, etcétera. Algo sacaré en limpio, sin duda, aunque sea al kilómetro catorce de un paseo matutino o en lo alto de una torre sevillana, a la que haya que subir por los cuatrocientos peldaños de una estrecha escalera de caracol. Y si don Ramón se franquea, aún podré preguntarle cuáles son los cambios más notables que ha sufrido Sevilla, desde la primera vez que estuvo en ella (que creo fue en tiempo de Alfonso X) cuando se le ocurrió escribir sobre la ciudad como fortaleza y mercado. En el caso, me temo que en veinte años de este siglo haya visto más despanzurramientos y horrores que desde la, conquista de San Fernando al momento en que se decidió a vivir en la ciudad maravillosa el corto período de sesenta años, que lleva en ella y los que se le antojen. En fin, en mi vida de sexagenario he conocido la sensación de eternidad a través de ciertos sistemas políticos y para saber cómo puede ser lo eterno en su aspecto desagradable no tengo que leer ya al padre Nieremberg. Pero en compensación, suelo hablar también de la perennidad gozosa y gloriosa, a causa de mi trato con don Ramón, cuyo secreto histórico acabo de descubrir al público. Que él me lo perdone.

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