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Canaria, archipiélago incomprendido/1

Juan Cruz

Cuando Gabriel Elorriaga, actual ideólogo de Alianza Popular era gobernador civil de Tenerife tuvo lugar en el aeropuerto de Los Rodeos un episodio que ilustra cuáles han sido las relaciones de los enviados del poder central con respecto al archipiélago canario.

Elorriaga acudió al aeropuerto a recibir al entonces ministro de Obras Públicas, Gonzalo Fernández de la Mora, líder de la Alianza a la que ahora pertenece el ex gobernador, y que iba a Tenerife a descubrir alguna lápida o a estudiar su «estado de obras».

En aquel período se había terminado la autopista del Sur, que no sólo representaba un avance espectacular en las comunicaciones de la capital tinerfeña con la zona más postergada de la isla, sino que iba a ser en el futuro una razón más para exigir que se construyera un aeropuerto en el Sur que compensara las zozobras del de Los Rodeos.

La «redención» del Sur era obra fundamentalmente de un presidente del Cabildo, José Miguel Galván Bello, que aparentemente había funcionado muy bien en su puesto, pero que por alguna razón que jamás se explicó demasiado no era grato ni a la Administración Central ni al señor Elorriaga, que había sido destinado a la provincia, según sus críticos, para deshacerse políticamente de tal personaje.

A los isleños, y sobre todo a los burgueses isleños, les sentó muy mal la defenestración de Galván, y se manifestaron ruidosamente por las calles gritando su nombre como en otros momentos de «ultraje nacional» hubieran gritado el del caudillo Franco.

Representante o no de los intereses capitalistas insulares, la expulsión de Galván Bello indignó a los tinerfeños en general porque se había decidido en alguna oficina de los ministerios madrileños, sin tener en cuenta la posición local, que no veía las razones para el cambio. En una manifestación tumultuosa frente al Cabildo de Tenerife, Elorriaga fue insultado personalmente y repudiado como representante del Gobierno de Madrid por un gran número de ciudadanos, la mayor parte de los cuales no sólo eran revolucionarios, sino que eran los clásicos amantes de la paz y el orden que suelen ser los mejores aliados de los gobernadores civiles.

La ofensiva «anti Administración Central» se preparó aún mejor para cuando llegara Fernández de la Mora, que en efecto aterrizó una noche fría de Los Rodeos, hizo el canto habitual de amor peninsular por el archipiélago a través de los siempre expectantes micrófonos de Radio Nacional, conferenció brevemente y a solas con Elorriaga, y desapareció. Las pancartas que aguardaban por fuera del hotel Mencey, donde debía quedarse el ministro, tuvieron que ser tristemente enrolladas porque Fernández de la Mora se fue a otro hotel de los numerosos que el «Estado de obras» permitió que se construyeran sobre las mustias plataneras de la isla. El ministro no debía contemplar lo que la gente le iba a decir. Demasiada democracia para aquellos tiempos en que las ideologías estaban en crepúsculo.

Otros gobernadores no sólo ocultaron esa realidad, sino que intentaron vivir en las islas una vida lo más calcada posible a aquella que vivían sus ídolos de Madrid. Algunos enviaban a los periódicos el recuento de las visitas oficiales que habían recibido durante su atareada jornada de trabajo.

La ignorancia de los enviados de la Administración Central con respecto al archipiélago la ilustra muy bién el episodio de un gobernador que en cierta ocasión preguntó a un grupo de agricultores: «¿Y cuantas piñas de plátanos da cada plantón anualmente?» «Una, señor gobernador», respondieron los campesinos. «Pues a partir de ahora tendrán que producir al menos dos.» La caricatura de este personaje, que salvo ciertas excepciones ha creído que Canarias se le concedía en régimen de virreinato, la ofrece una anécdota en la que otro gobernador aparece dialogando con los habitantes de un pueblo del sur de Tenerife que querían que se les habilitara un cementerio: «Muy bien», dijo el gobernador. «Sé que ustedes quieren un cementerio. Vamos a habilitarlo. El Estado pondrá el 50%. ¿Y ustedes qué ponen?» «Nosotros pondremos los muertos, señor gobernador», respondió desde la multitud un isleño que definió así mejor que nadie la esencia del resignado humor canario.

Todos estos episodios los había adivinado en los años veinte Gil-Roldán, el autor de la letra de la Cantata del Mencey loco que canta ahora un grupo musical y que fue diputado a Cortes. « Por qué saluda usted con tanta diligencia y hace tantos regalos a los ujieres de las Cortes, señor Gil-Roldán?», le preguntó un acompañante al procurador insular. «Porque cuando menos usted se lo espera cualquiera de estos hombres aparece como gobernador civil de Tenerife», contestó Gil-Roldán.

El despiste nacional acerca de las islas ha ilustrado también varias veces por líderes del Movimiento y por personajes de la Oposición. Situados como estábamos en una esquina del mapa, debajo de las Baleares, éramos una especie de colonia arbitraria a la que había que ir de vez en cuando para decirle al indígena que «cuando vuelva a Españaya me ocuparé de los problemas de Canarias». La frase ha sido dicha en las dos provincias con tanta insistencia que ya se recibe con sorna conmiserativa cuando se vuelve a repetir.

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